Stranger Things, regreso al terror

08/09/2016
Eleven ( Millie Bobby Brown), una de las protagonistas de 'Stranger Things'

Eleven ( Millie Bobby Brown), una de las protagonistas de ‘Stranger Things’

La teleserie de la temporada, Stranger Things, ha provocado voces admirativas —las más— y algunas exaltadas críticas con un solo fundamento: el barniz, que para algunos resulta odioso, que recubre la historia de una prefabricada nostalgia por los años ochenta y su ideario sociocultural. Es curioso que los reparos provengan de personas nacidas en esa misma década, réprobos por tanto de su patria natal. También lo es que los defensores del producto celebren la perdida de un tiempo que todavía no ha caducado en presencia o influencia.

Dado que soy parte de los adeptos —sin ser magnífica, creo que la serie de los hermanos treintañeros Matt y Ross Duffer supera la media de calidad de las producciones maquinadas por los homo economicus que sacan tajada al fructífero mercado de la ficción televisiva—, me interesa hablar sobre los detractores y su casi siempre furiosa respuesta a Stranger Things, singular porque proviene de personas crecidas en las bondades del anything goes, las películas de arquitectura amañada de Tarantino, la forma de triunfo personal reducida a mis codos y yo y el like como credo cotidiano. Gente que, como sostiene la escritora alemana Meredith Haaf (1983) en el ensayo-biopsia Dejad de lloriquear se enfurece bastante poco y con escasa constancia pero desea exhibirse: “Lo único que esta generación puede enarbolar (…) es su capacidad para utilizar Internet relativamente bien”.

No encuentro ideología malvada en la serie de Netflix. Es un producto comercial —quien espere algo más de un artículo de entretenimiento es, cuando menos, un simplón, y quizá también un cínico—, pero también una combinación de alusiones bien encajadas y no precisamente extraídas de la cultura-basura —Stephen King, Poltergeist, Cuenta conmigo, E.T. y todo Spielberg (al que los Duffer, con buenas razones, consideran el último Orson Wells), Joy Division, Carrie, Expediente X, Alien…—. Todas las líneas convergen en la pregunta, por supuesto egoísta, en la que se asienta la paranoia existencial contemporánea: ¿dónde está ahora mi hijo?.

Construida como narración sobre la amistad y el dolor de la niñez pérdida —la niña protagonista, Millie Bobby Brown, nacida por tesitura vacacional en Marbella, es una barbitúrica Wendy del siglo XXI—, Stranger Things tiene para mí su base primera en H.P. Lovecraft, el escritor que sólo vivió 46 años, entre 1890 y 1937, pero dibujó la naturalidad del horror de hoy, la imposibilidad de la belleza y la creencia de que sólo la infelicidad nos hace sabios. Frente a teleseries donde la carcajada se obtiene gracias a una cadena de comida rápida llamada Pollos Hermanos y la síntesis moral es tan prosaica como la metanfetamina y sus efectos, la serie de los Duffer cita como constante subtexto el aserto de Lovecraft: “Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos”.

[Escrito para 20 minutosPDF]

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