Trazan haikus sobre el cesped, cautivan y no conocen el miedo. Tampoco parecen tener conciencia del país al que dicen representar.
Desde que la selección de España de fútbol ganó el Mundial de 2010 —cuando ya pintaban bastos y llovían hostias— vengo esperando de esta pandilla de jugadores un gesto, por leve que sea, que demuestre su validez humana.
Como jugadores no tienen ya nada que afirmar: todo lo han ganado jugando mejor y más bonito que los demás. Pero, ¿merecen ser llamados hijos predilectos, orgullos de la nación y generación-milagro cuando viven en la inopia, driblando su compromiso público, jugando al tiqui-taca con la sociedad que los mantiene?
De entre veinte y pocos y treinta y pocos años de edad, es decir, hijos de la democracia, los jugadores de la selección de fútbol, seguramente los españoles más queridos por su pueblo, son refractarios a los efectos de la inmundicia, la impunidad, la mafia como forma de Estado, la corrupción como paradigma moral, la miseria, en suma, que campa en el país desde hace ya un tiempo. Parecen vivir en el paraíso de una camiseta roja.
Millonarios, indiscutibles privilegiados gracias a un don natural y escasamente esforzados en lo laboral —el fútbol, por muy bien trenzado que sea, es un deporte de horas de trabajo tirando a escasas—, este admirable grupo de jugadores parece juramentado en no decir esta boca es mía para ayudar, con su poderoso don de gentes, a que cambien las cosas.
Los adoro cuando llevan botas y parecen niños traviesos. Los odio como ciudadanos pasivos, lejanos y desaprensivos.
