La Radio Feliz

28/05/2013

yo, c. 1983 [Foto: Xurxo Lobato]

yo, c. 1983 [Foto: Xurxo Lobato]

En 1981 me entregaron el código de paso a la Torre de la Canción. Sucedió de súbito, como un accidente de tráfico: supongo que nunca te acostumbras a que alguien te bendiga y lo entiendes como un milagro.

Entonces me ganaba la vida de mal modo en Madrid. Acababa de terminar los cinco años de facultad universitaria y, con una flamante licenciatura de la que no estaba nada orgulloso, hacía encuestas de productos de consumo en Cuenca, Teruel y Cáceres. Preguntaba por la calidad de un fuet, de unas zapatillas de deportes, de una sopa en lata…

Eso de la generación mejor preparada de la historia que tanto se enarbola en esta nueva etapa de miseria me vuelve a la garganta como un alimento en mal estado cuando recuerdo el trabajo de encuestador en aquellos pueblos blancos y muertos. Yo también formaba parte de una generación bien preparada: nadie de mi familia había cursado estudios superiores y muchos seguían atados a la azada y la guadaña en los minifundios de barro y hielo de Galicia.

En verano, subí al norte. Pasar agosto en la meseta es vivir con un enemigo con ojos de represalia. Nunca lo he soportado. El invierno en Madrid es triste, pero el verano te paraliza como el aviso de un derrame cerebral.

En Coruña alguien me habló de la productora de radio de N.P., un controlador local con tienda de discos, contactos en los negociados municipales y fotos enmarcadas con Miguel Ríos y Julio Iglesias, «pero quien realmente me gusta es Sinatra».

El controller había comprado seis horas diarias a una frecuencia modulada que carecía de contenidos y pretendía rentabilizarlas vendiendo publicidad y dando cancha a comentaristas, debo anotarlo en su honor, con más afición que oficio. También debo añadir, porque parece una broma, cómo bautizó N.P. a sus seis horas: La Radio Feliz – FM 88.

No recuerdo de dónde saqué la caradura para presentarme: nada sabía de radio y sólo me justificaban la reciente licenciatura y mi colección de discos, mi amada.

El caso es que a la semana siguiente estaba haciendo un programa de una hora al día de lunes a viernes, de seis a siete de la tarde, por diez mil pesetas al mes. No alcanzaba para casi nada, pero era mejor que preguntar por el sabor de una longaniza en un pueblo extremeño.

Mi programa se empezó llamando Frenesí —se debe entender, en mi disculpa, que esos nombres de neón pesaban mucho en aquellos años rápidos— y, cuando me percaté de la ridiculez, acudí al infalible poder mítico del cancionero: El lado salvaje.

Hacía autocontrol en el estudio en penumbra con los vinilos que llevaba de casa girando como niñas bailarinas sobre los infalibles Technics. El primer día, lo recuerdo con exactitud, las manos me temblaban tanto que necesité ayuda para pinchar.

Trabajé en la radio durante más de tres años, conseguí un público que llamaba por teléfono, pedía canciones y me enviaba collages en hojas de cuadernos cuadriculados. En mi honor anoto que nadie difundía en la ciudad a los Clash, Elvis Costello, Joy Division, Magazine, Birthday Party, Robert Wyatt y algunos grupos que entonces tenían alma y se han convertido con el tiempo en dinosaurios mecánicos (U2, The Cure, Depeche Mode…)

Aquello acabó mal, con deudas laborales impagadas y me llevé a casa una buena pletina para saldar lo que me debían.

Mientras duró, conseguí entrar gratis en las discotecas, donde también me invitaban a alcohol. En ocasiones terminábamos viendo amanecer en la playa, bebiendo champán, como, o eso nos gustaba pensar, personajes de Scott Fitzgerald.

[Quien guarda mis espaldas en la foto es Loquillo, sí. Todos cometimos pecados]

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