Este Premio Cervantes lo canta Joan Manuel Serrat

30/07/2019

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Si el Nobel fue para Bob Dylan, ¿por qué no el Cervantes para Serrat? O para Aute, Drexler, Silvio… A las puertas de la entrega del premio, comparamos las obras de cantautores capaces, como diría el Quijote, de sembrar el mundo de romances con «voz ronquilla aunque entonada». Es momento de reconocer a letristas, trovadores, escribidores de canciones…

Futuro cercano, futuro posible. El ciudadano Joan Manuel Serrat, 175 centímetros de altura, nacido en 1943, parece incómodo, molesto en especial por el código del traje de cola de golondrina al que obliga el protocolo y al que nunca se acostumbrará pese al dandismo proletario del Poble Sec, barrio de Barcelona alguna vez fronterizo de prostíbulos y playa. El homenajeado no lleva bien guardarropías como los que pueblan el plateresco Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, escenario de un pomposo carnaval: realeza, poder ejecutivo, gremios académicos, edecanes emplumados, seguratas fusionados por conexiones inalámbricas y con abultadas sobaqueras que retienen armas de alto calibre, invitados en frac… En el recinto histórico donde esperan estos humanos agolondrinados pero despojados de poesía, el premiado con el Cervantes, el primero que trabaja como cantautor y no como escritor al uso, no deja de pensar en la canción de 1970, Mi niñez, en la que se imaginó pájaro: «Era un bello jinete / sobre mi patinete, / burlando cada esquina / como una golondrina, / sin nada que olvidar / porque ayer aprendí a volar».

Hasta aquí, como todo lector supone, se narra una ficción. El Premio Cervantes (para todo el cuerpo de una obra, solo para autores vivos y dotado con 125.000 euros) es adjudicado por el Ministerio de Cultura español a propuesta de la Asociación de Academias de la Lengua Española y un jurado de expertos. Los colectivos que hacen del idioma una mercancía, casi siempre interferidos por la política, no se han atrevido a detonar los límites de la decencia normativa señalando como merecedor del galardón, que se concede desde 1976, a oficio distinto al de escritores canónicos, literatos los más y poetas los menos, paradigmas de hombres de letras y nunca maleantes de la canción o descendientes de los trovadores occitanos que ejercieron en los caminos de Europa desde el siglo XII y reaparecieron, armados con juvenil electricidad, con la canción de autor del XX. En nuestro relato-ficción Serrat sería el primer juglar en arañar la gloria y llevarse el Cervantes, el equivalente a Bob Dylan ganando el Nobel de Literatura en 2016, no sin polémica cuando muchos doctorandos y prosistas del mundo extendieron una tesis arcaizante de desvirgación, como si Dylan raptara a una virgen proscrita por los dioses.

¿Quién será el inicial hijo del pop-rock canonizado por la alta cultura? «Deberían empezar por Serrat, pero no creo que lo hagan. Suena demasiado rancio el galardón para bajarlo a la arena del cantante o roquero», dice Santi Carrillo, codirector de la revista Rockdelux, decana de las españolas dedicadas al enjambre de estilos de las músicas contemporáneas. El noi del Poble-sec canta «en dos lenguas diferentes [español y catalán] con profundidad, sin que esta opción idiomática haya sido fruto de la casualidad o del capricho pasajero (…). Para mí, es un caso excepcional en la canción internacional», añade el crítico musical. El único reparo que señala Carrillo es el descenso en la inspiración de Serrat: ya no es el galvánico autor de los años sesenta y setenta del siglo XX, «siempre detallista, narrando grandes gestas menores con alta capacidad de emoción».

Una sobrecogimiento colectivo de carácter ceremonial sucede cada vez que Serrat canta en Chile y Argentina —donde, como en Colombia, Venezuela y Uruguay, es tan alegórico como en España y acaso más querido aún—. Al final de la canción Pueblo blanco, en un epílogo rulfiano a una crónica estremecedora sabemos que también el narrador está muerto, seco al sol como los viejos, «con la boca abierta al calor, como lagartos». Cuando el cantante culmina en tono lóbrego con dos versos que dejan en evidencia la redención de cualquier rezo, «pero los muertos están en cautiverio / y no nos dejan salir del cementerio», el público se alza y adopta el inmutable silencio del dolor colectivo por tanto cadáver arrojado al río o a las zanjas y desaguaderos. La pieza, la más dolorosa letanía escrita por Serrat, se ha convertido en un toque a difuntos universal, en metáfora para todas las tragedias injustas.

El novelista Carlos Zanón, roquista desde siempre —su mejor libro, Yo fui Johnny Thunders, está poblado por el fantasmal líder de los New York Dolls, un cantante maldito que adoraba España y murió enganchado a la heroína—, entregaría su voto al asturiano Nacho Vegas porque «crea un género entre la confesión, el cuento carveriano, la pura ficción y lo que tiene a mano (…). Tiene distancia a veces, en otras es un kamikaze exhibicionista, es político y privado». Pero Zanón no discute el premio a Serrat: le parecería «estupendo».

El periodista especializado en crítica musical Javier Menéndez Flórez apuesta por Joaquín Sabina, emparejado con el cubano Silvio Rodríguez: «Creo que ambos, siendo muy distintos, han dignificado las letras de canciones y no se han conformado con elaborar simples rimas, sino que en todo momento han aspirado a hacer literatura, y en algunas canciones, de muy alta calidad. Serrat y Aute también merecerían sendos sillones en ese club».

¿Es posible entonces que se conceda en algún momento cercano el Premio Cervantes a un autor de letras de canciones? La respuesta de Darío Villanueva, exdirector de la Real Academia Española, es afirmativa, pero con un matiz esquivo. «Sí en el caso de dos o tres nombres que están en la mente de todos. No porque sean cantautores, sino porque son poetas eminentes». No cambia de compás ni revela identidades en otra pregunta: ¿qué trovadores se han manejado en las deliberaciones en las que usted terció? «Si la memoria no me falla, he sido miembro del jurado del Cervantes en dos ocasiones, y lo he presidido una. En esas tres convocatorias, no hubo tal mención».

Tengo ante mí un libro de 1.100 páginas publicado en 2009 por la división editorial de la Universidad de Harvard, una de las ocho de la Ivy League estadounidense, el club de centros académicos basado en la excelencia educativa, el difícil acceso y el elitismo social. El tomazo se titula A New Literary History of America (Nueva historia literaria de los EE. UU.), está compuesto por más de 200 ensayos y pretende trazar los límites posibles de un nuevo paradigma literario del país desde el siglo XVI. En el seductor relato caleidoscópico aparecen Tarzán, El guardián entre el centeno, Philip Roth, Alexander Graham Bell, Alcohólicos Anónimos, Chuck Berry, Linda Lovelace, Hojas de hierba, las bombas atómicas lanzadas sobre civiles japoneses, Lo que el viento se llevó, la televisión colonizando los hogares, las patatas fritas, John McEnroe, el jazz… En la guardia de honor mostrada en pictogramas en la cubierta solo aparecen dos trabajadores de la palabra: Mark Twain y Bob Dylan. «Son los Estados Unidos cantándose y celebrándose a sí mismos para convertirse en algo diferente, plural, singular y nuevo», dicen los editores.

¿Puede vislumbrase en el universo hispano una obra de similar foco, un puzle que revele la literatura como forma expresiva variopinta que se nutre del porno, los juke box, los medios de comunicación, los superventas literarios, la canción ligera, la gastronomía, la cultura de la bravata económica y las decisiones-cocaína y otras expresiones, incluso las montaraces, de la cultura popular? La respuesta es un rotundo no si buscamos en directorios de tesis, tesinas, trabajos de grado y otros papers universitarios, donde los escasos títulos son escolásticos, posmodernos y marchitos. «Hay una percepción bastante extendida de la música como la hermana pobre de la cultura. Creo que no es un hecho aislado. Tiene que ver con la obsesión muy neoliberal por traducir los estudios en términos de utilidad inmediata o de adecuación al mercado laboral. Si dedicamos nuestros esfuerzos a preparar peones y no ciudadanos y ciudadanas libres y con altura de miras y sensibilidad pasan estas cosas. Y otras peores, por cierto», dice el coordinador de literatura española de la Universitat de València, Jesús Peris Llorca.

Quizá apreciamos otras artes y desdeñamos las canciones porque hemos dejado de cantar en comunión. Héctor Fouce, profesor de Periodismo y Nuevos Medios de la Universidad Complutense de Madrid, reflexiona sobre el gusto musical condicionado por el alma nacional de los pueblos: «Tanto la educación como la práctica musical aficionada son de segunda en España. Se han privilegiado la pintura y la literatura como espacios de cultura frente a la música (…). La tradición católica española prefiere las imágenes, mientras que la protestante opta por la música por la participación. Se canta en común. En Alemania la gente canta a Bach en las iglesias. En EE. UU. es una tradición que bebe de la historia de los esclavos y de los inmigrantes».

A otra carencia educativa-cultural apunta Luis Ángel Abad, doctor en Bellas Artes y autor de varios libros sobre rock y cultura: «El mundo anglosajón tiene una tradición de estudios culturales mucho más desarrollada que el mundo hispano, y las formas y referencias de la contracultura, incluidas las musicales, han permeado en todas las manifestaciones del arte, la moda y la publicidad. El mundo hispánico (…) sufre un déficit endémico en este sentido». La situación es peligrosa, porque «la música es una forma de pensar, un desarrollo plástico de la lógica combinatoria y el cálculo matemático» y «un pueblo musicalmente rico es un pueblo potencialmente lógico y unido (…). Por lo que respecta a las letras de las canciones, el rock ha elaborado toda una serie de profanaciones exitosas frente a los viejos tabúes».

El impulso de la canción de autor en el territorio hispanohablante es la historia de una rebeldía. La nueva canción latinoamericana, un análisis de Jan Fairley (1949-2012), etnomusicóloga británica y profesora universitaria en Chile durante el sanguinario golpe militar de 1973, enumera a los «infatigables pioneros» que indagaron y rescataron durante la primera mitad del siglo XX en el folclore social de los países del Cono Sur, entre ellos luchadores como el argentino Atahualpa Yupanqui (1908-1992), el uruguayo Daniel Viglieti (1939-2017) y la cantante coraje chilena Violeta Parra (1917-1967) —hermana del antipoeta Nicanor Parra, que ganó el Cervantes en 2011, tres años antes de morir—. Sobre todo la tercera, que se suicidó a los 49 años por un amor no correspondido, era una escritora de fuste, capaz de encastrar en la apariencia vitalista de Gracias a la vida, una construcción de dodecasílabos matemáticos, una estrofa de destilada soledad: «Gracias a la vida que me ha dado tanto, / me ha dado la marcha de mis pies cansados, / con ellos anduve ciudades y charcos, / playas y desiertos, montañas y llanos, / y la casa tuya, tu calle y tu patio», o de componer, como escribí en otro lugar, una de las más atroces cosmogonías blasfemas de la música popular, Maldigo del alto cielo, donde conjuga una relación de condenas que lo abarca todo: el fuego del horno, los «estatutos del tiempo / con sus bochornos», la cordillera de los Andes, la paz y la guerra, lo cierto y lo falso, los jardines de la primavera y el color del otoño, «el invierno entero y el verano embustero», la bandera «y cualquier emblema», el ancho mar, «el cosmos y sus planetas / la tierra y todas sus grietas…».

Uno de los primeros en cantar en suelo español a Violeta Parra fue Serrat, que siempre veneró a la mujer seca, greñuda y agria que decía sentirse «vacía como el hueco / del mundo terrenal». En 1969 y 1972, con la dictadura franquista muy activa, Joan Sin Miedo se atrevió a poner música en sendos álbumes temáticos a dos poetas, Antonio Machado y Miguel Hernández, pisoteados por pezuñas y entregados al olvido incluso por las academias y los profesorados —al primero el franquismo le retiró post mortem (1941) una cátedra en el Instituto de Bachillerato Cervantes; al segundo lo mataron a los 31 años (1942) el tifus y la tuberculosis que contrajo en los calabozos—. Los discos fueron superventas, el gremio de libreros de Madrid ensalzó en público la labor difusora de Serrat y reveló que se había producido un notable repunte en la venta de obras de los escritores.

No es la valentía cívica de Serrat, que entre 1967 y 1970 era el artista más popular de España, por encima de los Beatles y Raphael, uno de los valores poéticos que Archiletras ha tenido en cuenta para considerar que merece ser el primer autor de canciones en ganar un Cervantes. El periodista Luis García Gil, especializado en libros biográficos sobre cantautores, aún considera pasmosa la pegada pública de aquel joven de discreta melena y discreto izquierdismo catalanista y republicano que añadió trascendencia por primera vez a la cultura popular de un país de payasada y estirpe atocinada. «La cátedra puede estar en contra de que la canción popular sea literatura, pero para mí no hay discusión. La huella lírica de Serrat es indudable», añade García Gil, que cita como prueba el encuentro en 1973 entre el cantante y Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), escritor totémico del antifranquismo menos sectario y autor del primer libro biográfico y crítico del joven de Poble Sec, en quien atisbaba la «excelencia biológica» de la «cultura de barrio» de los veinteañeros de un país no tan adormecido.

Para juzgar la grandeza poética de los letristas de canciones —seleccionados según la misma normativa que el Cervantes, es decir, que deben estar vivos: en caso de gloria póstuma consideraríamos a Violeta Parra y al dúo de pop naíf y arrebatado Vainica Doble—, Archiletras ha tomado en cuenta los juicios de los expertos citados en el reportaje y el análisis de los factores que intervienen en el trabajo de mostrar, como define el diccionario de María Moliner a la lírica, el «aspecto bello o emotivo de las cosas» mediante «imágenes sutiles evocadas por la imaginación y por el lenguaje a la vez sugestivo y musical». Resumimos los campos creativos en: poética; riqueza léxica; estilo y retórica; humanismo, proyección testimonial, y variedad temática. El ganador, el candidato de esta revista a llevarse el Premio Cervantes de Literatura, es Serrat. Las distancias son escasas y, a dos puntos, en un triple empate, aparecen Luis Eduardo Aute, Silvio Rodríguez y Jorge Drexler; luego, Rubén Blades, Pablo Milanés, Nacho Vegas y Joaquín Sabina.

¿Por qué Serrat? Una de las respuestas más perspicaces es de Carlos Gámez, biógrafo del cantautor: «Austeridad, contención, profundidad, elegancia, frente a manierismo, superficialidad, exhibicionismo y mal gusto. Una parte de la sociedad española finalmente ha encontrado su embajador lírico. El cantante que descubre la belleza de las pequeñas cosas, la nostalgia de un mundo que desaparece, la evocación de la fuerza de la naturaleza, la crítica social sin asperezas, la pasión del amor y otras soledades, las primeras alarmas ecológicas…».

Cuando recibió el doctorado universitario de la Complutense, en 2006, el cantautor, al que no le gusta que le llamen poeta, pero sí «escribidor de canciones», dijo: «Los argumentos de mis canciones están en mí, pero también están alrededor de mí. Son lo que yo siento, pero también son lo que me cuentan los demás. Son lo que yo soy, pero también lo que me gustaría ser. Son mi realidad, pero también mi fantasía. Las canciones viven en la memoria personal y colectiva de las gentes. Las canciones viajan y nos transportan a tiempos y lugares donde tal vez fuimos felices. Me complace que hayan valorado ustedes esta parcela de la poesía que es la canción popular, que, además de algunas otras cosas, es una forma de acceder al conocimiento del mundo (…). Cantando compartes lo que amas y te enfrentas a lo que te incomoda. Conjuras los demonios y conviertes sueños en modestas realidades».

«Ya sabéis de qué va esto. De sacar la pistola y volver a meterla en la pistolera. De abrirte camino a través del tráfico, de hablar en la oscuridad». En el discurso de aceptación del Nobel, Dylan trazó con estos términos quizá mordaces las fronteras y escenografías que utiliza para fabricar su crepuscular paisaje literario. Puede afirmarse que Serrat cimentó el suyo en un solo disco que editó a los 26 años, el pasmoso Mediterráneo (1971) —alzado durante diez semanas en el número uno en ventas, por un año entre los diez primeros pese a la censura gubernativa y citado en varias clasificaciones normativas como el mejor de siempre del pop-rock español—. Es una colección de diez canciones fundadas en la poesía que a todos nos circunda: desde salmos por las menudencias que engalanan la vida, hasta exaltaciones sobre la carga emotiva de los amores imposibles —«No hay nada más bello/ que lo que nunca he tenido. / Nada más amado, / que lo que perdí»—. Por encima de todas las piezas, centellea la ecuménica Mediterráneo, gestada en un hotelito de Palafrugell, pueblo de la Costa Brava bañado por el mar y conjugada en todos los géneros y rincones —más de 150 versiones en España, 50 en Argentina, 22 en México, 21 en Cuba…—.

El tema, en un balanceante compás de 5 por 4, el ritmo del flamenco y el jazz, nació de la necesidad de expresar el poder poético, cargado con los sueños y recuerdos «de Algeciras a Estambul». Serrat, tantas veces juzgado con inquina a causa de alguna de las dos nacionalidades que comparte sin drama, tiene un tercer pasaporte: «Para mí el mar, y concretamente el Mediterráneo, es una identidad. Una identidad feliz».

El ‘Nano’, barrio, bicicletas, muchachas y la identidad feliz mediterránea

Nacido en un barrio orillero de Barcelona en 1943, hijo de un fontanero catalán y anarquista y de una aragonesa de familia masacrada. Criado en la moral de los humildes y la normalidad del bilingüismo. Con centenares de canciones de autor como fortuna, parece todavía el niño feliz que se asomaba al balcón para tomar nota de la vida.

«¡Sos Gardel, Nano!». La voz es grito común de liturgia a oscuras. Decenas de miles de rioplatenses, gente experta en el ejercicio del extremismo, susurran las canciones amables de Joan Manuel Serrat, a quien por allá llaman Nano, alias con regusto a guerrillero dedicado a la retaguardia: cuidar a los heridos, enamorar a las milicianas… El público concilia al cantautor de Poble Sec con el almíbar amargo del mejor tanguista, porque el regreso a Buenos Aires del Nano en 1981, tras una dictadura que anegó el mar austral con cadáveres, fue celebrado como una liberación. Descendiente de 23 familiares asesinados por los franquistas en Belchite, todos acribillados ante la misma zanja, Serrat sabe de matanzas, aunque suele afirmar, hippie con alpargata de esparto primero, ángel de negro absoluto luego y traje de lino y sin corbata después, que «el compromiso es actuar en defensa propia». En los ásperos sesenta fue el joven afrancesado que nos salvó de la grosería de Raphael, el bufón del Palacio del Pardo. Después, hizo música para dos poetas, Antonio Machado y Miguel Hernández, entregados al olvido. En medio siglo de doctrina sonriente —el cancionero es holgado: 200 temas—, compuso los únicos himnos que hacen falta: al barrio, a la niñez, a las bicicletas, a la madre tierra y, sobremanera, al Mediterráneo. Escribió para el mar nuestro acaso el más bello cantar pop del idioma. Lo hizo en la Costa Brava, frente al oleaje, claustro y molde que nos mece y acoge mientras ahoga a los desesperados que vienen y encuentran cerrada la puerta.

[Seguir leyendo: versión web, PDF de la versión impresa. Publicado como reportaje de apertura de la revista Archiletras. La ilustración es de Patricia Bolinches y la dirección de arte y maqueta de David Velasco.]

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