Dos polos de una descarga eléctrica. Dos fotos que condensan, complementarias como bebés siameses, el beso de la muerte, la vida en las malas tierras, el poder del perro…
La primera es de algún momento de 1954. La hizo Bob Moreland (1925-2002), uno de aquellos fotógrafos con flash de bombilla desechable que había practicado desde niño en un cuarto oscuro montado por él mismo bajo la escalera de su casa. El pueblo de Ohio se llamaba Youngstown. Nunca hay casualidades en los mapas: Ciudad Joven.
El chico de la foto, en clímax, del lado de allá del mundo, tenía 19 años. Está cantando en el el programa de radio Louisiana Hayride. Se llama Elvis Presley, había trabajado de camionero y tiene el acento pegajoso de los sureños blancos-pero-casi-negros. Era tan letal como un maldito revolver recién engrasado.
Antes de cantar, mantiene esta conversación con Frank Page, el presentador:
Page: Elvis, ¿cómo estás esta noche?
Presley: Muy bien. ¿Cómo está usted, señor?
Page: ¿Estáis preparados tú y tu banda?
Presley: Lo estamos, señor.
Page: Vamos entonces a escuchar tus canciones.
Presley: Um, vale… Sólo me gustaría decir que estoy muy feliz de estar aquí. Es un gran honor para nosotros tener la oportunidad de cantar en el Louisiana Hayride. Vamos a tocar una canción para vosotros [el you inglés es claramente un ya profano, basto, sexual].
Page: ¿Tienes algo más qué decir?
Presley: Estoy preparado. Vamos a tocar un tema que acabamos de editar en Sun Records. Suena así.
Entonces, tras esas palabras simples como el sudor, sopla el huracán. No hace falta electricidad (ni tampoco batería) para que la tormenta te lance contra las paredes y te desgarre la blusa.
La segunda parte de la confrontación fotográfica ocurre en West Hollywood, en 1970. La cámara está en manos de la joven y ambiciosa reportera Annie Leibovitz.
El genio decadente de la imagen es Brian Wilson. El escenario, su tienda de suplementos dietéticos y biológicos, The Radiant Radish, el Rábano Radiante.
El rock se había convertido para entonces en otra cosa, en una materia más oscura, menos simple. La Familia Manson, amiga del grupo de Wilson, los blanquísimos Beach Boys, había degollado el sueño hippie unos meses antes.
Wilson, niño prodigio capaz de proyectar en olas de sonido el sueño (y la pesadilla) de California, estaba en caida libra hacia el pozo de la demencia. Tras despachar soja germinada (en albornoz), se escondía en al almacen para esnifar dos rayas de cocaína.
Como la arcadia de las flores, la tienda quebró antes de que acabase el año. La foto de Leibovitz anunciaba el desastre retratando una realidad tenebrosa, sin puntos de fuga. El rock también estaba en las estanterías. Fuera de lugar.
La única esperanza que advierto al encontrarme en esta plomiza mañana de domingo con el par de fotos eléctricas es que la obra musical de Wilson se conjuga en pasado. La de Elvis, en presente.
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