el Buda dorado escoltaba la entrada a uno de los muchos templos de Patan, en el valle de Katmandú
hace casi veinte años caminé entre los arrozales
no sé qué buscaba pero sé que buscaba
nunca caminas sin motivo, el paseo descriptivo es un invento de algunos novelistas franceses y pseudo novelistas alemanes
Patan acababa de sufrir un terremoto: el Himalaya tampoco deja de tropezar contra sí mismo
los ebanistas reconstruían el bordado de los ventanales desbaratados
un santón me dejó fumar marihuana a cambio de «un one dollar»: en su cesta soñaban dos boas
entré en un templo donde veneraban un pingajo de piel seca: el glande del Buda
conocí a un japonés, casi un anciano, que acababa de ascender un siete mil
—me encanta la pintura de Murillo, dijo cuando intercambiamos nacionalidades
esa estupidez de los encuentros accidentales
sufrí algo que podría llamar preiluminación mientras un grupo de novicios salmodiaban en la opacidad de un monasterio
un mono mordió mi tobillo y huyó chillando
en los bares escuché música de la edad del big bang: Hendrix, Love, Moby Grape
no hay calendarios en algunas zonas
soporté, sin asco, sin miedo, el olor de la carne cremada en una ceremonia fúnebre
me intoxiqué con un pastel de queso, eso creo
a veces, pienso que la culpa fue de Hendrix: las heces líquidas eran el pasado, al fin desprendido
regresaría en este instante a Nepal, sólo digna de sueltos en los diarios a no ser que, como ahora, el Himalaya vuelva a estornudar su malestar de piedra