A fuego de arenal, frío de asfalto.
Sobre la Norteamérica de hielo,
con un chorro de lengua, África en lo alto
por vínculos de cáñamo, del cielo.
Su más confusa pierna, por asalto,
náufraga higuera fue de higos en pelo
sobre el nácar hostil, remo exigente…
¡Norte! Forma de fuga al sur: ¡Serpiente!
Acabo de recordar esa octava real de Miguel Hernández. Se titula Negros ahorcados por violación y está dentro de su primer libro, Perito en lunas, editado en 1933, cuando el poeta tenía 23 años y todavía estaba dominado por la pasión gongorista.
No sé si hay relación entre el poema y el linchamiento impune de dos negros del que escribí hace unas horas. Las fechas cuadran.
El Tribunal Supremo ha acordado hoy rechazar la revisión de la sentencia de muerte dictada contra Hernández en 1940 por un consejo de guerra franquista que le encontró culpable de «adhesión a la rebelión».
Luego le conmutaron la pena por la de 30 años de cárcel, lo paseron por las letrinas penitenciarias del fascismo y le dejaron morir, de tuberculosis, en marzo de 1942 en el Reformatorio de Adultos de Alicante.
Tenía 31 años y los médicos no lograron cerrar los ojos al cadáver. Miguel Hernández nunca los había cerrado.
El Supremo dice que la sentencia a muerte fue injusta, pero opina que esa injusticia ya está reparada por la Ley de Memoria Histórica, ese parchecito que pretende buscar el punto y final de la barbarie por el camino del medio y sin pringar a casi nadie.
Hernández es el mejor poeta español del siglo XX. Nadie se le acerca en luminosidad y hondura. Ni los versos señoritos de García Lorca, ni mucho menos la glosa de floripondios de Alberti tienen nada que hacer cuando habla el poeta pastor:
Al doloroso trato de la espina,
al fatal desaliento de la rosa
y a la acción corrosiva de la muerte
arrojado me veo, y tanta ruina
no es por otra desgracia ni por otra cosa
que por quererte y sólo por quererte.
Los poemas primeros de Perito en Lunas, con sus metáforas de niño desubicado, de místico rural, con sus referencias a los negros linchados al otro lado del mundo, serán enviados al espacio en una cápsula. Eso nos dijeron el año pasado, cuando muchas voces recordaron al poeta en su centenario.
No tengo claro que deban estar allí, tan lejos. Lorquita quizá lo merezca. Hernández, tuberculoso, dinamitero, nunca.
Rosario, dinamitera,
puedes ser varón y eres
la nata de las mujeres,
la espuma de la trinchera.
Digna como una bandera
de triunfos y resplandores,
dinamiteros pastores,
vedla agitando su aliento
y dad las bombas al viento
del alma de los traidores.