Más o menos en este lugar mi abuela Vicenta Grove encontró los cuerpos recién asesinados de siete hombres. Eran anarquistas y sindicalistas a quienes los escuadrones de la muerte franquistas pasearon y mataron a tiros en el verano de 1936.
El monte ha cambiado mucho —está mancillado por una urbanización de adosados, un taller mecánico y una rotonda que ordena el tráfico— y ya no son visibles las piedras grandes que daban al emplazamiento un sino de fatalidad, pero los lugareños siguen señalando el lugar con una expresión con cuya génesis estaba enlazada, muy a su pesar, mi abuela Vicenta: «donde mataron a los hombres» (en gallego de aldea se gana en concisión lírica: «onde mataron ós homes»).
El monte de Lapido, ahora sometido y muchas veces incendiado, era entonces compacto y temible. Abundaban los lobos y escaseaban los caminos. El lugar aséptico que muestran los mapas online era la encrucijada entre el camino de carros que bajaba a la aldea y la carretera Santiago-Noia.
Mi abuela subía cada mañana, de amanecida, para llevar el almuerzo a su marido, que trabajaba a dos kilómetros, en un galpón en el que sacrificaba, desollaba y troceba becerros para venderlos como carne a quienes podían pagar en aquellos años estrechos.
Aquel día del que nunca supe la fecha exacta, Vicenta encontró los siete cadáveres junto a las piedras. Tuvo que ir al puesto de la Guardia Civil a dar parte y mi abuelo comió tarde.
Mi familia no cultiva el don de la transmisión oral —he heredado ese mutismo y temo haberlo extendido—, de manera que nunca se me dijo demasiado sobre los hombres muertos, pero cuando pasábamos por el lugar, donde durante años establecieron una parada los autobuses interurbanos de la empresa Celta, rondaba entre nosotros un silencio aún más hondo que el habitual.
En las cunetas de la España nacional crecían, como diría el blues necesario, extrañas flores.
