Eres mi brigada de incendios.
Ella tenía siempre la frase en los labios.
Él decía:
Aplaude cuando te sirvan carne, ataca cuando te sirvan verdura.
Ella escribía libros para niños, él se dedicaba a la lucha libr: El Escorpión Negro. Otro enmascarado.
Las peleas estaban amañadas, solía ganar uno de cada tres combates.
Los libros infantiles también eran un engaño: ella los traducía de otros idiomas y los firmaba como propios. Nadie se preocupaba por autorías en aquel entonces.
Se llamaba Martinella y había nacido en Rapone, una municipalidad de la Basilicata italiana. El se llamaba Erskine y era escocés, de Wick, un lugar cuyo único decoro es el aeropuerto más nórdico del Reino Unido. La geografía es el mejor anillo de boda.
Tenían dos hijos y vivían en una casa prefabricada a dos manzanas de nuestro edificio.
A él le diagnosticaron un cáncer a los 28 años.
Los médicos dijeron:
Le quedan seis meses de vida.
Kine no contó nada a Martinella, pero comenzó a actuar de modo extraño: rebuscaba entre la basura, caminaba en círculos, no jugaba con los niños, dejó de lavarse.
Mi padre estaba seguro de conocer la causa de las extravagancias:
La enfermedad le aprieta los huesos de la cabeza.
Mi padre y sus malditas certezas.
Kine no era peligroso, pero daba miedo. Todos, menos Martinella, sabíamos que se estaba muriendo.
Ella preguntaba los sábados:
¿Vamos a bailar, Ki?.
Él no contestaba: sólo caminaba en círculos. Todos necesitamos surcos.
Seguía metido en la lucha libre y, a veces, ganaba un dinero extra ayudando a mi padre en el aparcamiento. Dejaba que yo le pegase puñetazos en el estómago.
Decía:
Más fuerte. No pegues como un gallego, pega como un escocés.
Le prepararon un combate contra El Dragón Chino, el rey de los sucios: usaba algún tipo de tóxico –la sustancia prohibida– para untar los ojos del rival y cegarlo. También llevaba una rodillera de metal bajo la pernera del pantalón.
Era una pelea de máscara contra máscara y el perdedor mostraría su cara públicamente desde el centro del ring. El Escorpión Negro debía salir derrotado, así estaba decidido, porque el otro era un ídolo local al que los promotores y la televisión deseaban enfrentar contra El Santo, El Enmascarado de Plata, el mítico luchador mexicano que tenía su propia productora de películas y fotonovelas.
Kine peleó bien, era ágil y, durante varios asaltos, llevó el combate a su terreno, eludiendo el cuerpo a cuerpo. De pronto, empezó a caminar en círculos, desentendiéndose del rival y gritando al público:
¡Ya estoy muerto!, ¡ya me mataron!.
Una vez y otra, en círculos, gritaba:
¡Ya me morí!.
Anularon la pelea y ninguno tuvo que mostrar su cara. No me importó, ya conocía la del Escorpión Negro: se llamaba Erskine, era de Wick y tenía los pectorales más sólidos de América.
A la semana siguiente salí hacia España para empezar a estudiar una carrera universitaria que nunca debí estudiar. Unos meses más tarde, las últimas líneas de una carta llegada de casa decían: “ayer murió Kine”. Mi madre contaba que había ayudado a Martinella a vestir el cadáver.
Añadía:
Es la primera vez que le pongo el traje a un muerto. Tuve que estrecharle la ropa. El cáncer lo había consumido.
También en eso mintieron: al Escorpión Negro lo mató El Dragón Chino.
Apunta esto en tu libreta: El luchador nunca olvida cómo se golpea.