Era un «fumador de marihuana» y la consumía en solitario.
Lo sospechábamos: se trata de restringir ahora la ingesta de drogas (algunas, no me toques el bourbon, imbécil), no el uso libre y constitucional de armas de fuego.
Marihuanero, esquizo, huraño y, antes de que lo diga la justicia, asesino.
Las palabras no mienten. No lo hacen casi nunca por mucho ruido que las atormente y pese a los esfuerzos de los medios de comunicación por desprenderlas de su latido original y convertilas en marca. Los significados primeros siguen ahí abajo, siempre.
Asesino, por ejemplo. La palabra aparece en español en torno a 1300, pero hasta el siglo XVII no en su forma definitiva, sino en variantes: anxixín, assesino, asesigno, acecino, assasino y assesino. En modos muy similares llegó al francés, italiano, portugués e inglés.
La etimología del vocablo, traído por los Cruzados a Europa occidental, procede, al parecer, de una secta de sicarios del siglo XI a los que su capo, el Viejo de la Montaña, embriagaba con hachís antes de enviarlos de matanza. Se les llamaba comedores de hachís, en árabe hassasí.
De modo que Jared Lee Loughner es un asesino. Fumaba un derivado del cáñamo. Lo hacía en solitario. Soñaba con una matanza. Deseaba matar a una notable personalidad política.
De las seis grandes verdades objetivas de toda información periodística (qué, cuándo, dónde, quién, cómo, por qué), creo que es la última la que permite tan audaz uso de la palabra asesino.
El por qué determina que algunos medios den por cierta una acusación policial que aún no han ratificado los tribunales. No se calificaría de asesino, por ejemplo, al agresor mortal de varios ancianos en una residencia geriátrica. Tampoco al marido que acribilla hasta la muerte a su mujer.
En el caso de Tucson el por qué es determinante: por locura, con premeditación, por una mal digerida pesadilla ideológica y de soledad, por falta de medios públicos y voluntad política para garantizar que Loughner fuese ayudado sanitariamente en el pasado, por desentendimiento de sus profesores y compañeros de clase (que ahora corren a declarar que habían advertido señales de lo que iba a suceder), por impericia de la Policía, que había visitado la casa del detenido en varias ocasiones antes de los crímenes sin sospechar que allí residía un asesino en potencia, según se ha sabido hoy…
En segundo lugar, se capacita a ciertos medios a usar la palabra asesino según la calidad de la víctima o víctimas. El pistolero que mató a John Lennon no sería desde el primer día un asesino si la víctima fuese, pongamos por caso, un barrendero, un taxista o un homeless.
Sin la congresista Gabrielle Giffords, tampoco Loughner (ese loco «nihilista a quien le gustaba sembrar el caos», según una vecina con suficiente competencia, al parecer, como para ser citada por el New York Times), sería un asesino.
Le llamarían terrorista doméstico, criminal en serie, loco, comedor de hachís… Pero no asesino. Sólo quien mata (o intenta matar) al poderoso, al notable, tiene derecho a ese título.
Los cómplices que, para decirlo en términos muy jurídicos, han coadyuvado al daño, están libres de pecado. Incluso les piden declaraciones para los media.
Ya tienen un hassasí. No hacen falta más.
muy interesante el razonamiento que planteas José.
Ah, los asesinos y las flores del mal, el viejo de la montaña, el fortín del alamut (el buitre) y el miedo entre los árabes, y su admiración entre los frany y los rum! los ismaelitas, las sectas y el fanatismo del que hicieron gala entonces los cristianos enviando a los niños y a los pobres en la cruzadas apócrifas a morir en masa como carne de cañón que babeaba camino al cielo y las puertas de san pedro abiertas entonces por la espada curva del turco, el mongol, el guerrero por derecho, y sí, quedó el hachis como el causante de todo aquello en nuestra certera memoria histórica…