El día 10 de este mes se cumplen cincuenta años de la muerte de Dashiel Hammett, un escritor de novelas de policías, gangsters e intermediarios, es decir, un escritor que, como Balzac, Hugo y Dickens, transmitió la verdad.
Leí todos sus libros. No lo digo para elogiarme. Hubo un tiempo en que en España era necesario saber quiénes eran los polícias, quiénes los gangsters, quiénes los intermediaros. Teníamos manuales.
Hammett (y la editorial Bruguera, con su llorada Biblioteca de Serie Negra, barata y bien traducida) ayudaba bastante en la diaria tarea de buscar la lección moral en cada pequeñez cotidiana, de aprender que en la sangre estaba toda la praxis.
Añoro aquel tiempo. No se trata de nostalgia, sino de la certeza de que nunca leeré a Hammett (o a Raymond Chandler) con la virulencia de entonces. Me han embaucado. También como lector soy el cincuenta por ciento de lo que fui.
¿Dónde están mis novelas de Hammet: La llave de cristal, El hombre delgado, Cosecha Roja…? ¿Las vendí a un perista de libros de segunda mano? ¿Las abandoné?
La verdad es aún más triste. En algún momento decidí que no me hacían falta. Dejé de tener claro, como leí hace poco, que Hammett es el «puñetazo que nos merecemos todos, sin excepción». Me creí de vuelta, sofisticado. Imbécil.
Hammet era comunista y tuberculoso. Durante la caza de brujas no se chivó. Anotaron su nombre en la lista negra de los peligrosos. Tenían razón: lo era. Muy peligroso: nos llamaba títeres.
Casi todos mis libros de Hammet y Chandler son de segunda mano. Sería bonito que alguno hubiese sido de los tuyos.
Sería glorioso ese círculo.
Volví a comprar «El hombre delgado» (mi favorito, ahí ahí con «La llave de cristal»).
De Chandler no me queda nada.
[…] Peligroso […]