España geológica
En una de las paredes del bar cuelga un mapa geológico de España: tierras viejas de sílice en rojo y tierras nuevas de arcilla y caliza en verde y ocre.
En otra de las paredes un receptor de televisión está sintonizado a una cadena non stop de videoclips latinos.
El despacho de los narcóticos atiende siempre al público.
Varias mesas están ocupadas por grupos de personas. Todos los comensales, sin excepción, se ocupan de despachar platos de pollo, jamón asado o ensalada.
Todo tiende a la uniformidad. También la mecánica comercial del negocio: la plusvalía económica es generada por un par de camareros con aspecto andino, nuestros espaldas mojadas.
La disonancia es geológica, material pero escondida.
La disonancia tiene que ver con la suciedad bajo los zapatos.
Apuran los platos principales de las comandas y, con los cafés, empieza el griterío étnico, profuso, machote (aún si procede de mujeres es digno de unas gónadas testiculares).
El mapa tiene un aroma político que se expande por la geografía popular del local.
El acento de un andaluz rechina en los gritos casi moros, secos como la arena, aromáticos como la hierbabuena.
El de un madrileño repta con la indencencia de una lagartija, con la cólera del ídolo local, Cristiano Ronaldo, ese humanoide.
El de una asturiana impone un ritmo ultramarino, de sosiego.
Creo en estas fronteras, las de roca y tierra. Las demás son de papanatas. O de comedores non stop de muslos de ave y jamón.
Ninguno de nosotros sabe ya la tierra de procedencia del pollo y el cerdo que nos dan de comer.
