Sin encontrar a Daniel Johnston

24/06/2013

Maniaco-depresivo y bipolar, autor celebrado de más de 15 discos, dibujante de éxito y personaje de culto en el discutible santuario de los ‘genios locos’ del rock, Daniel Johnston inunda España en abril con cuatro conciertos y una retrospectiva. Intentamos hablar con él. No está claro que lo hayamos conseguido.

El inspector de visita rutinaria al manicomio ve al loco cantar ante los demás internos. Al cabo de una hora, vuelve a pasar y el loco sigue cantando, pero esta vez dando la espalda al público. El inspector pregunta por qué se ha dado la vuelta. Otro loco le contesta: “Ya acabó la cara A, ahora está con la B”.

El chiste podría ser una parábola de Daniel Johnston y su público. El loco ante un auditorio de locos.

¿Qué papel jugamos en esta ecuación? Hemos convertido en estrella indie a un desmoronado enfermo de trastorno bipolar desde hace casi 35 años. Aplaudimos su necesidad neurótica de cantar, contar o pintar todo aquello que puebla su cabeza trastornada. Decimos “auténtico” y “sincero”, pero al enfermo le sigue doliendo.

Daniel Johnston cumplió 51 años el 22 de enero. Es diabético y pesa casi 130 kilos. Dieta diaria: cuatro cajetillas de Doral, cinco litros de colas light y quince píldoras psíquicas para residir cumpliendo las normas de vida en común y sin mordiscos de quienes nos consideramos válidos.

Es difícil encontrar a Daniel Johnston. En una acepción geográfica, no hay problema si sigues la cadena familiar: Dick, hermano y manager, te da el número del anciano William Johnston (89), padre del artista. Hablas con él, gritas, grita, te haces entender y queda fijada la cita para la entrevista telefónica.

Llamas a la hora y día establecidos. Al otro lado sabes que el teléfono suena en una casa suburbial y de planta baja de Waller-Texas (2.000 almas), cien kilómetros al noroeste de Houston. Es el domicilio de los señores Johnston: William y Mabel (88), ancianos umbilicales para Daniel, el quinto de sus hijos, que vive en la anexa cabaña de dos cuartos que le construyeron hace cuatro años.

Lo que escuchas cuando descuelgan no significa que hayas encontrado a Daniel Johnston.

— Hola, soy Daniel.

— Hola, mucho gusto. ¿Qué estabas haciendo?

— Dormía. Creo que estaba durmiendo. Lo he olvidado.

— ¿Duermes mucho?

— Sí. La depresión me hace dormir. Creo que podría estar en cama durante meses.

La languidez verbal es la de los lastrados por muchos años de paz farmacéutica para intentar trabar batalla con la disociación. Nada que ver con la verborrea súper speedy del hombre que ha grabado, escrito, dibujado y filmado su vida entera, desde las peleas adolescentes con mamá, hasta los viajes de ácido con la canalla noise de Nueva York.

Abril trae a Johnston a España. Eso anuncian. Había tocado dos veces por aquí (Festival de Benicàssim de 2003 y un miniconcierto en Barcelona en 2005), pero lo de ahora es una gira con cuatro actuaciones: Madrid (18 de abril, La Casa Encendida), Barcelona (19, Bikini), Valencia (20, El Loco) y Valladolid (21, Laboratorio de las Artes). Al tiempo, La Casa Encendida programa, del 26 de abril al 10 de junio, Visiones simbólicas, una retrospectiva ambiciosa sobre el arte-Johnston.

— Ya habías tocado en España…

— Creo que sí. Me suena. Creo que un par de veces.

— ¿Te gusta el país?

— Sí… Mmm…. He estado en toda Europa, Japón, muchos sitios diferentes…

— ¿Qué tipo de shows vas a ofrecer en esta gira?

— Tengo muchas canciones nuevas.

— ¿Escribes música a diario?

— ¡Sí!

— ¿Hay algo que puedas adelantarnos sobre las nuevas canciones?

— Es rock and roll, ya sabes… Mmm… Tengo que seguir y seguir.

En el documental-biopsia The Devil and Daniel Johnston (Jeff Feuerzeig, 2005), el alcance del verbo duplicado (“seguir y seguir”) adquiere una dimensión aterradora. Las huellas de Daniel Johnston no se han borrado. Ni una. Hay un archivo babélico de la integridad de su paso por el mundo en formato low-tech: casetes de soliloquios grabados en el mítico magnetefón Sanyo de 60 euros con el que también registró la primera de las decenas de cintas de garaje, Songs of Pain (1981) que vendía a los transeuntes en Austin vestido con el uniforme del McDonald’s en el que trabajaba; bobinas de cine súper ocho y, sobre todo, cientos de cuadernos con dibujos, poemas, divagaciones y declaraciones de amor a Laurie, la musa imposible de sus años de bachillerato.

En los picos altos de la bipolaridad, Daniel Johnston es capaz de agotar un cuaderno al día. En las simas, no está para nadie.

— En una de tus canciones dices: “En mi mente hay dos mundos en colisión”. ¿Te sientes así con frecuencia?

— Creo que sí… Mmm… A veces.

— ¿Rezas?

— Rezo todo el tiempo, en mi cabeza, en silencio.

— ¿A quién le rezas?

— Al Gran Chico del piso de arriba.

— ¿Cómo te lo imaginas?

— Ah… Cómo, ¿qué?

— ¿Cómo imaginas al Gran Chico?

— Muy cool… Como un niño jugando con cochecitos.

Los señores Johnston son fundamentalistas adscritos a la Church of Christ (Iglesia de Cristo). Dieron a sus hijos instrucciones sobre una estricta observancia del Nuevo Testamento. También los llevaron al Gran Cañón en autocaravana y les enseñaron las virtudes de la música como ungüento emocional. Ahora, ya ancianos, son los encargados de cuidar a Daniel Johnston, incapaz de valerse por sí mismo. El padre, William, le paga por cada dibujo un dólar, que el hijo gasta en refrescos y tabaco. Algunas de las piezas se venden en galerías y a coleccionistas por 2.000.

Cuando escuchas cantar a Daniel Johnston (que ha editado 15 discos y ha sido aplaudido como Rey Outsider por Tom Waits, Wilco, Beck, Yo La Tengo, M. Ward, Bright Eyes, Sonic Youth…) piensas en el ardor. La voz es disonante y grave —los cigarrillos han bajado el tono punzante de los primeros años—; las letras son clónicas; el ritmo no existe; los acordes, por usar terminología aproximativa, tampoco… Pero está el ardor, la intensidad desnuda de quien no establece una frontera entre la vida y las canciones, aunque sean una repetición infinita de la misma canción, la misma que interpretaría, por ejemplo, un bebé alienígena.

— ¿Cómo te sientes de estado de ánimo?

— Tengo bastantes cosas en marcha, no estoy mal del todo.

— ¿Qué planes tienes para hoy, por ejemplo?

— Comeré algo, supongo… Mmm… Creo que practicaré música…

— ¿Cómo te imaginas en diez años?

— Mmm… No sé… No puedo escucharte bien.

— ¿Ahora mejor?

— Sí, ahora te escucho.

— ¿Cómo te imaginas en diez años?

— Mmm… Más famoso, más rico…

¿Es Daniel Johnston un genio loco del mismo calado que, digamos, Syd Barrett o Brian Wilson, con quienes a menudo se le emparenta en el dudoso y estéril ranking de la bilis negra? ¿Se triviliza su condición de maniaco depresivo y bipolar, con episodios de violenta agresividad que lo han llevado a varios hospitales, como intentar atacar a una mujer para exorcizarla “de los demonios” o tirar por la ventanilla las llaves de contacto de la avioneta en la que viajaba con su padre —se salvaron de milagro—? ¿Es suficiente que haya sido capaz de labrar una carrera autárquica a partir de una aparición casual en la MTV en 1985, la difusión mediática de la camiseta de Kurt Cobain y sus dibujos de lowbrow bruto? Le toca a su público, admirablemente fiel y universal, responder a las preguntas.

Las manos de Daniel Johnston tiemblan tanto que apenas puede escribir sin utilizar una de ellas como ancla para la otra. Sigue dibujando-delirando a creyón y rotulador (en marzo se presentó en EE UU su primera novela gráfica, Space Ducks). Pinta historietas dicotómicas de amor-odio, cielo-infierno, virtud-pecado y sexo-castidad con la plantilla habitual de personajes: la Rana Jeremías -la que cubrió el pecho de Cobain-, el Capitán América, Casper y Joe el Boxeador, un perturbador alter-ego al que han rebanado la bóveda craneal, dejando a la vista un agujero muy limpio y muy vacío.

— ¿Te consideras dibujante o músico?

— Ajá. Me gustan las dos cosas.

— ¿Recuerdas tus sueños.

— A veces.

— ¿Qué pasó en el último que recuerdas?

— Ajá.

— ¿Cómo lo llevas con la medicación?

— No sé, no sé lo que tomo.

— ¿A qué o quién temes?

— No te escucho… Tengo que irme. Gracias por llamar.

— Me gustaría charlar unos minutos más…

— Tengo que irme ahora mismo. Lo siento, amigo. Gracias, cuídate.

En Waller-Texas cuelgan el teléfono. No encontré a Daniel Johnston.

[Escrito para la revista Calle 20. PDF de la pieza original]

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