Difunto

19/04/2010

No busques a nadie, opta por la primera persona que encuentres, opta por la primera idea que tengas.

El rock trata casi siempre sobre trasladar grandes cajas negras de un lugar a otro de la ciudad en la parte trasera de tu coche, tu propio coche, O SEA QUE no hace falta nadie para conducirlo porque puedes hacerlo TÚ MISMO.

A veces llevas el cadáver de uno de tus hijos en una de esas cajas y no recuerdas quién lo ha metido ahí, tan bien doblado que parece esperar que lo despiertes con tierra o que llame por teléfono uno de sus limpios amiguitos.

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Las únicas canciones que valen de algo son aquellas por las que transitan personajes que saludan al perro, piensan en profetas, viven en un mundo sin electricidad, aseguran que el asesinato es una forma de protesta social, dejan de escuchar para siempre los discos de Neil Young, entran en un bar y hablan con la camarera, compran una camiseta con la inscripción: I like The Kinks, life stinks, saben quién era Sugar Ray Robinson… Personajes peligrosos como lápidas.

El rock es mala poesía pero, gracias a dios, la vierten sobre primitivos ritmos folklóricos, es decir, la redimen.

Y al final regresas a tu cuarto: para matarte o para quedarte dormido.

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No es verbal, no es narrativo, no pierdas el tiempo pensando cómo es.

La ropa interior del rock debe estar sucia; el alimento, amargo; el futuro, muerto.

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Escenarios recurrentes: casas humildes, bares sin posters de John Lennon en las paredes, cañaverales en las riberas de un río contaminado….

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Nunca te vistas de rayas, nunca uses zapatillas: contraste y botas.

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duerme, niña, duerme, no dejes que la sierra te despierte
envuelve en tus sábanas de bucanera las espinas de cristal
destellos y crepúsculos para ti, delirante
ventanas de lágrimas para ti, gota de sangre
rock and roll all night long para ti
ebria y blanca, so fuckin’ nigger

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En la tradición de la música folklórica, a la cual el rock se encadena de manera inevitable, la imagen del río es una de las más poderosas.

Se trata de un refugio de ópalo, un mustio crepúsculo para el amor empobrecido, donde, como sucede en Down in the Banks of the Ohio o Story of the Knoxville Girl, las jóvenes preñadas son asesinadas por sus amantes y arrojadas a las aguas.

La esencia del rock es un crimen.

Neil Young la respetó en Down by the River y Bruce Springsteen la profanó en The River, donde el incorrecto crimen se transforma en un moral doble suicidio (quizá en un crimen y un posterior suicidio).

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los discos deben saber a sal
a tristeza sin nombre
al espíritu del viejo río callado

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En febrero de 1923, para contestar a los universitarios burgueses y protofascistas de Lisboa que pretendían moralizar a la sociedad, Fernando Pessoa difundió un manifiesto:

Ser joven es no ser viejo. Ser viejo es tener opiniones. Ser joven es no tener que dar opiniones (…) Escuchad niños: estudiad, divertíos y callaos la boca (…) Porque sólo hay dos maneras de tener razón. Una es callarse, y es la que corresponde a los jóvenes. La otra es contradecirse, pero hay que tener más edad para practicarla.

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El rock de ahora –si es que tal cosa pervive–, comparte jeringa con el dogma: pienso esto, creo aquello, conviene que hagas tal movimiento, sufro mucho…

Hedonismo pancista.

Un tipo como Presley –cuyas letras son accesorias: aire y fonemas– es inconcebible en estos tiempos.

Lo lapidarían por ser tan católico, tan Niño Jesús.

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Por ejemplo, la desesperación de imitar.

Todos esos hijos renegados, ¿la sienten?.

O, ya que quizá no dispongan de la sensibilidad adecuada para sentir, ¿la perciben?.

Tienen suficiente competencia (económica) para descubrir Japón y talento (de sastrería) para moverse por el downtown de Nueva York.

Pero no tienen dignidad para reconocer a sus padres.

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Esto no es una narración, esto es la realidad tal como sucede en este momento, Radio Verdad.

Así era el rock en otros tiempos, puro hasta la obscenidad, expuesto como la cuchara de plata de un viejo yonqui.

El mundo era de cera y el rock la moldeaba.

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Por ejemplo, el exhibicionismo sacerdotal de los prima donna de este tiempo, la relación sexual que mantienen con los medios de propaganda (el photocall, el phoner cronometrado, el estilismo, los negociados de imagen y comunicación…).

El ruido, el maldito ruido manso.

Cuando solamente necesitamos cebollas y pan.

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Arcilla febril en las manos de un niño: una bendición nacida de la inagotable fe en las múltiples formas del futuro, en los sueños ganados.

Así era el rock de los años puritanos, acaso por ello él mismo puro, ignorante, un canto total y nada confortable.

Un canto que hacía sonreir a la muerte, como en las canciones de la Carter Family.

Un canto de baratijas momentáneas, porque, hermana, nadie leía a Schopenhauer, a Walser, a ninguno de esos feriantes europeos.

Manchar de arcilla tus labios tras robarte un beso, eso era lo necesario.

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En el prólogo a la primera edición castellana (1947) de la insólita novela Ferdyduke, publicada por primera vez en Polonia diez años antes, Witold Gombrowicz (1904-1969), resume en dos los problemas de su protagonista, la inmadurez y la forma:

Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño.

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Los mitos del rock, una forma culturalmente no lograda, son mitos inmaduros: el camionero (Presley), el granjero (Hank Williams), el mentiroso (Dylan).

Amenazantes, absurdos, anárquicos.

No les importaba el baile: bailaban.

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Ahora priman los grupos de artificiosa inmadurez, grotescos en su niñería treintañera, irresponsables, sub-cultos, animadores del Halloween-todos-los-días.

O bien los cargantes artistas de lo artístico: intelectualistas de birra y estrellas, mórbidos nuevos rojos, payasetes con derecho a titular, tan educados que apestan.

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En fin, el racismo contra todas las personas, animales y cosas que pueblan los Estados Unidos.

Una xenofobia de ámbito geográfico que se resume en la frase “no parece yanqui”, un recurso para emitir una condena a los malos y un salvoconducto a quien conviene, para no enviarle al crematorio que administra la podrida Europa y su podrido etnocentrismo.

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Por ejemplo, la única música viva que hereda el dolor del blues, la agitación del rock and roll primero y la sensualidad del soul es el hip-hop.

“Cosa de yanquis”, se dispara sobre el género al completo, sin esperar a la comprobación, sin interés por nada más que las emisiones de la MTV o la VH1, sin tener la decencia de escuchar, de reconocer, de dar nombre a cada canción.

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¿Hay algo más absurdo que las obras completas en el rock?

El verdadero juicio debería plantearse canción a canción.

Siempre triunfaría Phil Spector. En segundo lugar, la Stax. Después, Folkways. Más atrás, la Motown.

Todo lo demás es prescindible, placebo, mentira.

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No gusta la extravagancia sino la locura: vivos colores, grandes palabras, gestos…

La extravagancia susurra, elegante y sola, aniñada, arrimada a los calmantes: da miedo.

La locura vende bien.

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Natalia Ginzburg escribe sobre Emily Dickinson:

Bovaristas como somos, llenos de autocampasión, nos sentimos escépticos e incrédulos ante todo cuanto pasa a nuestro lado con indumentaria provinciana de diario.

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Así, digamos, Tom Waits es el inteligente loco al que adoramos: culto, con buenos amigos y bonita ropa, aire canalla y letras respetables según los cánones de las facultades de Filología.

Firmado, sellado, enviado, es nuestro: “parece europeo”.

Es decir: “no parece yanqui”.

Pese a que adora el rap (cuya técnica vocal utiliza desde desde hace años: llegó tarde al oficio, pero, al menos, se abrió de orejas) y su maestro, Harry Partch (1901-1974), del que bebe desde hace un cuarto de siglo, sigue siendo el provinciano extravagante del que reirse un poco.

Una moneda para el fundador de la música de huesos, el extravagante; un Nobel para Waits, el loco domado.

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En la última novela de Cormac McCarthy, The road, uno de los personajes afirma:

There is no God and we are his prophets.

Esa sencillez de la que brota una luz profética teñida de sangre es lo único que busco.

Es muy yanqui.

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No es arte, no tiene afán de perdurar, su olor subsiste menos que el de un excremento animal al sol.

La historia del rock es la de un exilio: llegar a otra tierra con dioses difuntos y ritos desacralizados por el roce.

Ya no queda nada, ni siquiera el perfume podrido.

El rock es un difunto y, como nos enseñaron padres, maestros y sacerdotes, honramos a los muertos.

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Este texto, una suerte de oratorio, me acompaña desde hace varios años. Añado cuentas al rosario de vez en cuando, copio nuevas diatribas que antes escribí en libretas o papeles sueltos. Es una salmodia. Por tanto, ha de ser repetido desde el inicio cada vez que se enuncia. Si alguien ha leído parte de él en alguna de mis casas virtuales, le permito eludir el sometimiento a esa regla, que me pertenece sólo a mí y que yo sólo estoy obligado a cumplir.

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2 Responses to Difunto

  1. trying hard not to sell dreams for small desires on 20/04/2010 at 06:46

    Me gusta….

    I need to chew on this a little longer:

    «La esencia del rock es un crimen.

    Neil Young la respetó en Down by the River y Bruce Springsteen la profanó en The River, donde el incorrecto crimen se transforma en un moral doble suicidio (quizá en un crimen y un posterior suicidio).»

  2. con el viento en las velas on 20/04/2010 at 11:22

    Es cierto lo de tu salmodia, la entiendo, si no la respetases desde el principio o si te saltases una cuenta, dejaría de tener sentido.

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