Trece

13/09/2009

Glenn Gould tocaba sentado en una pequeña silla que había tallado su padre.

Quizá para ser un buen hombre debes tener un padre carpintero o tal vez sólo se trataba de un mecanismo de dominación para que el niño maravilla no se ausentase del piano

La sillita explica la postura arbitraria, loca: el piano siempre está arriba, en un cielo que Gould sólo tantea. Se encoge, pliega el cuerpo, achicado, miga de pan .

La sillita acaso explique algo más: el pan mojado de crecer.

Thelonious Monk tocaba sin tocar. Es mítico el concierto en Boston, cuando permaneció durante hora y media sin pulsar una tecla, esperando que llegase la nota única, que, como todas las notas impecables, nunca llegó.

O puede ser que llegase mucho más tarde, cuando la coordinación de los astros y el mundo era la correcta y Monk era un residente feliz de la clínica de alunados donde le internaron.

Allí tocaba para el mejor público posible (¿no es el jazz la sin-razón?): canciones infantiles, canciones vacías, canciones donde Beethoven besa a Charlie Parker en un urinario de chaperos.

Don DeLillo ha escrito un ensayo sobre sobre Gould y Monk. Se titula Contrapunto y parte de una certeza muy vieja:

En culturas más antiguas, el solitario es una figura maligna. Pone en peligro el bienestar del grupo. Pero le conocemos porque nos lo encontramos en nuestro propio interior, y en los demás. Vive en contrapunto, figura apenas visible en la distancia. Es quien es, en su soledad perdurable.

Es decir, un libro sobre:

Fanáticos natos de las barricadas.

El librito –carísimo para las escasas 57 páginas y las fotos mal impresas– es desperdigado como un lienzo de Pollock, un ballet de danzantes que, pese a la disonancia de las coreografías, se adaptan a una sola música: canción de hermanos muertos, frías estrellas, del “artista remoto, inclinado al laconismo”.

Antes que llegase DeLillo, Gould y Monk eran mis pianistas (quizá debería añadir a Bill Evans, pero le falta el trastorno que necesito para sentirme del todo proyectado en la pantalla negra de la música, el conflicto que toca mi timbre y dice aquívengotraigoloscaramelostencuidado).

Es la colección de alas de mosca que me llevaré a la tumba porque sé demasiado y no parece resultar cómodo saber.

Por lo demás, sé de nada, un poco de cada nada  hasta hacer una gran nada de suciedad de animales, archivo histórico de mayorista que encajo para olvidarme de mí.

El apellido original de Gould era Gold: nunca explicó por qué el cambio, no hay argumentos raciales, nada.

Siempre vestía con varias capas de ropa, incluso en verano: hay ácido ahí afuera. Le espantaba la idea de comer y estaba obesionado con los números y su influencia, convencido de que la muerte llega cuando los dígitos de la edad suman trece.

Murió a los 50.

Le aterraba la idea de tener que hablar: ácido, también en la palabra.

Al tocar, farfullaba: en esa grabación de las Variaciones Goldberg la música de Bach -que ya no es de Bach porque Gould, el gran absorbente, la hace suya- es tan interesante como el tarareo-canto de Gould. Medio habla con la boca cerrada para que nada entre y nada salga.

La lengua, dice DeLillo, es:

Un fatigoso subgénero de la música.

También Monk mascullaba: mientras buscaba la nota adúltera, decía:

Monk sabe, Monk sabe.

Cuando no estaba ante el piano, permanecía inmóvil, gordo, enorme, en el centro del cuarto de hotel. Tan quieto que algunos le consideraban sordomudo, tonto del todo.

A otros les intimidaba.

Un día entró en un bar de Delaware porque tenía sed y cuando eso te sucede entras en un bar y pides agua.

Pero no es tan simple si eres negro y el bar es segregado: la policía le golpeó en la cabeza con las porras y la paliza provocó, según explicaron los médicos, “lesiones y disfunción del sistema nervioso central”.

Otro negro gordo y tonto, tonto del todo.

Monk usó sombrero desde entonces: cuando duele, tapas la herida. Se parece a mi amado Captain Beefheart (hoy vienen todos los amigos), que tampoco se quita el sombrero porque teme los efectos de la evaporación.

Beefheart contó así alguna vez el mejor concierto al que haya asistido:

Vi a Monk una vez en un teatro en el valle de San Fernando. Le dieron un gran piano, un hermoso Steinway sobre cuya tapa habían colocado un enorme jarrón de rosas. Monk llegó, vestido con su larga gabardina, cogió el jarrón y lo estrelló contra la caja del piano, restregando los restos contra las cuerdas. Aquello era música: agua, golpes, cristal, pétalos. Y entonces Monk se fue.

Todo aquello donde Gould puso las manos –la sillita de encaje, el Yamaha de las Variaciones Goldberg, los papeles pautados con los arreglos, las medallas infantiles al prodigio– es guardado como si se tratase de piezas santas en una biblioteca de Canadá, limpísima y de alto presupuesto.

Incluso han enviado sus discos al espacio en los Voyager para intentar convencer a los extraterrenos de que los humanos somos capaces de la belleza e indignos de la muerte.

Pero Gould estaba loco y tenía mente de loco: pensaba y sentía como una serpiente. Me confunde que ese ideal sea el que enviamos a los consternados macizos estelares.

El legado de Monk es menos tangible: es negro, es jazz, es subterráneo, sin maestros alemanes, menos que un reptil, indigno de la aleación espiritual de una nave enviada al futuro.

Monk compuso un centenar de canciones, alguna está entre las más bellas de la historia: en todas hay notas esquivas, frases que no terminan, un terror primitivo por hablar.

En Contrapunto, DeLillo se hace una pregunta que da miedo:

¿Cuánto podemos acercarnos al yo sin perderlo todo?

Si trece es la cifra de la muerte, me quedan cuatro años.

Suficiente para cien canciones, creo.

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2 Responses to Trece

  1. Carolina on 13/09/2009 at 19:39

    La pregunta de DeLillo, efectivamente, da miedo…

  2. Taciturno preguntar « canto de caza on 17/10/2009 at 22:15

    […] improbables visitantes de esta bitácora saben que Glenn Gould es uno de mis destinos concéntricos. Encontrarlo en el libro, a las tres de la madrugada, fue saber que el camino es […]

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