Cien fotos con la cámara de un tullido

26/03/2013

Sólo de algunos puedo dar razón: la yonqui tras el perro («no quiero que se vean mis dientes»), la soledad cotidiana del jorobado en el parquecillo frente al Congreso, el asco de la dama londinense hacia la pareja melosa («algunos se meten la lengua hasta la garganta»), la bella madre soltera postadolescente, la extravagante mujer del galgo que no tardaría en sufrir un brote psicótico…

Como he contado varias veces la historia, acaso no sea una jactancia referirla de nuevo. Pese a que, según sostiene cierto tipo de sabiduría popular basada en fábulas centroeuropeas y refrendada por la cultura de la televisión e Internet, aquello que mencionamos con insistencia acaba siendo tomado por un embuste, he alcanzado edad suficiente para merecer, dado que no un salario digno para mis últimos años laborales o una posibilidad de vagar por el mundo con humildad, sí al menos el derecho al recurso del retorno.

El medio centenar de fotos de la galería que abre la entrada y las otras cincuenta que la cierran son de entre 2006 y 2008, años de mi apagón emocional. Estuve de baja médica casi dos años, diagnosticado como víctima de una crisis de ansiedad depresiva: ataques de pánico y vértigo, mareo constante, náuseas y una uña-caterpillar cavando una zanja en mi pecho.

Poco antes de caer enfermo había comprado mi primera cámara digital réflex, una Canon 350D. Nunca renegaré de la cámara pese a que algunos esnobs que hacen fotografía filtrada con Photoshop la menospreciaban («es una cámara para tullidos»). La adquirí c0n el objetivo de fábrica, un pobre zoom de 18-55 mm y luminosidad escasa. Con esa distancia focal no era posible robar fotos: tenías que acercarte hasta oler el sudor de los retratados.

Conservaba una intensa querencia por la fotografía. Había aprendido a revelar y moverme en el cuarto oscuro cuando cuando tenía 18 años y, desde mucho antes, tenía una cámara de 135 mm, pero sólo hacía fotos domésticas y ni en sueños podía imaginarme retratando al azar y por impulsos momentáneos, irreverentes, curativos, dedicarme a fotografiar al azar en las calles.

Quizá la tristeza jugó un papel determinante en la decisión, por lo demás bastante irreflexiva, de lanzarme a las calles cada día, en sesiones de mañana y tarde, y hacer fotos en busca de un desesperado bálsamo contra el dolor. Quizá fue el exceso de tiempo libre del que disponía, quizá la certeza de que ya no podía escribir porque las palabras, que en otras crisis anteriores me habían ayudado más que las pastillas, se habían desvanecido, quizá simplemente la voracidad digital me ayudó en el empeño…

¿Me ayudaron los retratos de aquella temporada —debo reterme para no acudir al rimbaudiano y pedante añadido de en el infierno (infernal es la vida, debe serlo por imperativo moral)—? ¿Fueron una senda de curación, el movimiento desesperado de buscar reflectantes —aquí llega Arturito de nuevo: «yo soy otro»— para convencerme de que la caterpillar no siguiese hollando mi corazón?

No soy capaz de responder, no creo que pueda salir nunca del rebufo de aliento de lobo de la angustia: sé que caeré y volveré a levantarme. Este ballet es largo y las caterpillar son mecanismos construidos para la permanencia.

La Canon 350D murió en mis manos, la quise tanto que le quemé el procesador, agotado de tanto disparo. Ahora reposa en un guarmuebles del extrarradio fatigado de Madrid. Algún día regresaré a por ella, intentaré repararla, notaré su delicada adaptación, femenina y ligera, a mis manos pequeñas…

Sólo de algunos de estos cien retratos —seleccionados sin demasiada precisión, sin interés plástico, con la exclusiva guía del calendario y de los que opino, sin embargo, que están entre mis mejores fotos a pesar de que no respetan el canon del purismo: reencuadrados, transformados en square, retocados…— puedo dar razón: el borracho sonriente, el neonazi, la muchacha punk, los muchos ancianos…

Mis otros, mis hermanos.

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2 Responses to Cien fotos con la cámara de un tullido

  1. […] Mantengo la creencia de que las fotos deben contener al fotógrafo y al fotografiado, como si ambos bailasen una danza morturia. Tengo la impresión de que jamás volveremos a bailar como alguna vez lo hicimos, como derviches en busca de almas hermanas. […]

  2. […] No me sacaron de la cloaca las píldoras y los siquiatras, sino la práctica de los retratos callejeros en las calles del barrio. Escribí en esta web: […]

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