Call it anything

01/11/2009

1

He dejado atrás a mi familia: no es algo de lo uno deba vanagloriarse, de modo que lo anoto con tristeza, pero así es: he dejado atrás a mi familia.

Cuando enterraron a mi abuela Vicenta, hace, más de veinte años, tuve por primera vez la certeza de que perdía algo más que una abuela.

Aquella mujer de bajísima estatura, pañuelo negro y ojos azules, era un nexo silencioso, una raíz que nos conectaba a todos con la tierra y la estirpe a la que, para bien o por desgracia, pertenecíamos.

Mi abuela era como uno de esos personajes de John Cheever que emiten una radiación aún en los momentos más triviales; esa gente que, emanante, nos envuelve en la tela de la esperanza o el sentido, acaso porque vislumbramos en ella nuestra pérdida.

A mi abuela la sacaron de casa en un féretro escueto, oscuro y feo que me invitaron a cargar junto con otros parientes. Hacía calor y era un día laborable: lo recuerdo porque yo había llegado el entierro en el último momento.

Desde el plató de televisión en el que trabajaba, siempre con el tiempo como enemigo, conduje hasta la aldea de forma temeraria por los vericuetos de las carreteras locales gallegas, que son una suerte de laberinto mántrico en el que sólo podemos movernos quienes llevamos el vértigo en la sangre.

Rehusé ser partícipe del transporte a hombros del ataúd y, en las miradas y las medias voces, percibí que la decisión era mal recibida. A nadie pude explicar mis motivos, quizá porque tampoco yo mismo era capaz de dilucidarlos.

Al día siguiente tenía cita con el siconalista, al que por entonces visitaba tres veces a la semana: uno de esos tipos engreídos y patosos formados en la Escuela de Frankfurt, capaces de escribir un trabajo para una revista corporativa con una nota al pie tras cada frase, pero inútiles a la hora de ayudar al paciente.

Recibía en un piso lóbrego, sin ventanas a la calle, y con un salón de espera vulgar donde, para la distracción de nosotros los heridos y, sospecho, para amedrentarnos antes del encuentro, colocaba revistillas diseñadas para no ser leídas (aunque sí subvencionadas con dinero público dada la altísima frecuencia en que aparecían densas notas al pie).

Nunca dejaba que los pacientes nos cruzásemos en la salita de espera (quizá porque el contraste de pareceres, experiencias o números de teléfono son los peores enemigos del moderno negocio de la locura y bastarían para dinamitar las doctrinas de Guatari, Lacan y Papá Cocaína Freud).

Antes de una de mis sesiones, sin embargo, el sicoanalista cometió un despiste muy poco digno de Frankfurt am Main, y coincidí unos minutos con un compañero de terapia, un joven de unos 25 años, corpulento y pálido, dedicado a leer un tebeo (sin notas al pie) que había traído consigo. Estaba a cuatro patas, como un animal, apoyado en uno de los agotados sofás de polipiel marrón.

Aunque no la he practicado en salas de espera, también a mi me gusta esa postura y no me chocó en exceso que mi colega de terapia la adoptase: parecía cómodo y tranquilo.

Murmuré un saludo que no fue correspondido.

Unos minutos después, el sicoanalista asomó por la puerta y, con notable embarazo por el error de coordinación, llamó al joven a consulta. El muchacho le siguió sin abandonar sus modos cuadrúpedos: caminaba a cuatro patas, como esos hermanos turcos a los que hace unos años Internet, madre de todas las bestias, convirtió en motivo de chanza y polémica para tiempos de botellón espiritual.

Mi sicoanalista se llamaba Manolo, lo cual debió hacerme pensar en la inconveniencia de contratar sus onerosos servicios, porque no es posible que alguien con ese nombre pueda reordenar el desbarajuste en los salones de juegos que llamamos mente, alma, corazón o simplemente coco.

En la consulta dije:

Manolo, ayer enterraron a mi abuela.

Manolo no respondió

Nunca hablaba conmigo, era mi Hakótel Hama’araví y yo me limitaba a dejar papelitos entre las rendijas de las piedras.

Dije:

En el entierro de mi abuela sentí envidia de clan, una nostalgia pretérita, anterior a mí, una emoción tan intensa como una nota al pie.

Fue mi última sesión. A las dos semanas, Manolo me llamó:

¿Por qué no has regresado a la terapia?

Contesté la verdad:

Manolo, te he dejado por un libro de Alan Watts.

2

La dedicación a la obra y, sobre todo, el compomiso con la obra.

Compromiso físico, corporal, sabiendo que la enfermedad es un posible precio a pagar, un precio bajo, un saldo. Compromiso hasta tal punto moral que implica también la mentira (una mentira no piadosa, no, sino cruel y a sabiendas).

Qué diferente a las relaciones de este oficio mío, el de periodista, donde el verbo ordenar es ejecutado pero no asumido por el verdugo que cobra un plus por serlo. Practicado siempre en la esfera de la dominación bellaca de ser consumado aunque no admitido como condena.

Cuando hace unos años planteé el juego –creí que público- en una reunión matinal de jefaturas, alguien que cobra por ordenar señaló:

Dices ‘ordenar’ como si te pusiésemos una pistola en el pecho.

La tarde anterior, a las 18 horas, es decir, a media hora del cierre (también ordenado, esta vez bajo la lógica irrefutable de la producción mecánica) y el comienzo de la entrega de las páginas de mi sección, la misma persona había reajustado los contenidos de dos de las cuatro planas, echando al traste todo el trabajo previo del área que coordino.

Más allá de razones (yo había expuesto las mías, él apuntó las suyas, equivocadas, creo, pero eso no importa, todo es opinable), tenía el derecho a hacerlo, de ordenar la ejecución de la orden: insisto, le pagan por ello.

Sin embargo, el verbo ordenar le dolió cuando lo mencioné a la mañana siguiente: la objetividad clara de una estructura de poder para todos nosotros, evidenciada a diario pero oculta, no le pareció conveniente.

No hay víctimas en esta guerra y we are happy family, aren’t we?

Detesto la vergüenza de las imposturas y los juegos de poder disfrazados de decencia.

3

Miles Davis en el festival de la Isla de Wight, agosto de 1970:

Sólo compré el DVD por los 38 minutos de la actuación, un grano en las nalgas sonrosadas del hippismo.

Todo lo demás, el documentalismo y los testimonios, no me importan, no quiero ver lo que no me salva.

Los organizadores colocaron a Miles, el músico más trascendental de todos los que actuaban en la cita, el único que ya había intervenido en la historia para subvertirla (al menos tres veces), a las 5 de la tarde: hora de nadie para el negro, hora de sopor para África.

Frente al escenario, un lote de peludos espera que Miles brinque, toque la trompeta con la nariz, difunda un mensaje de obligado cumplimiento sobre la hermandad universal, les indique qué modelo de pantalón deben lucir el próximo otoño…

Pero el negro nada dice, el negro vuela desde Zanzíbar a Chicago, y los hippies no entienden de furia y válvulas, no saben de Zanzíbar, sólo esperan a Jimi Hendrix.

A Miles le preguntan por el título de la canción (como si la música fuese un continuum all together now let’s get together happy together come together).

Miles responde:

Call it anything.

Y se largó sin fumar un solo canuto porque la jeringa, valvular, estaba esperando.

4

He dejado atrás a mi familia, los álbumes, la genealogía, incluso buena parte de los recuerdos.

Tendría que trabajar con afán para dar con el nombre de mis primos; no escribo a nadie que lleve mis apellidos; no recuerdo la formas de las facciones familiares o el gesto que nos corporiza y nos hace humanos…

Es equívoco el sentimiento que reina en mí al respecto. Vagar, estar, vivir son verbos extraordinarios, casi milagrosos… Resultan inaprensibles buena parte de las veces, se escurren, están escritos con aceite sobre una existencia de agua.

Pero son milagrosos, como Zanzíbar.

5

En una entrevista, Cheever dijo sentirse:

un paria: un sucio y mezquino falsario merecidamente despreciado

6

Leo el extraordinario Manual del contorsionista. He tardado demasiado. Es uno de esos libros que pueden demolerte.

El único consejo de su autor, Craig Clevenger, para quien desee escribir tiene que ver con el compromiso y la muerte:

I keep a note tacked to my machine that says, This is the last book you will ever write. That’s not some motivational carrot on a stick, but something I truly believe with each book. I don’t have a career; I have one last novel, so I have to get it right.

7

Cheever añadió:

Entonces tomo aliento y me pongo muy erguido y la imagen repulsiva se desvanece. No soy ni mejor ni peor que los presentes, soy yo mismo

Call it anything.

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One Response to Call it anything

  1. segundo lazkano on 02/11/2009 at 01:18

    bien.
    saludos

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