Here,
in the room of my life
the objects keep changing
(…)
My objects dream and wear new costumes,
compelled to, it seems, by all the words in my hands
and the sea that bangs in my throat
Ann Sexton
Dos veces abandoné mis bibliotecas.
La primera vez dejé atrás varios miles de libros. En vísperas de mi divorcio, cuando me fuí del domicilio familiar, en esa condición dolorosa pese a la certeza de la decisión, los libros se quedaron allí. Sentí que quizá sirviesen de cobija para mis hijos. No sé si lo han sido, porque admito que la verdadera cobija debería haber sido yo y a menudo sospecho que no he cumplido.
El segundo abandono fue hace más de dos años, cuando empacamos la vida en cuatro maletas para viajar a San Francisco. Los libros se quedaron descansando, junto con otras posesiones, importantes menudencias y retazos, en un almacén de un suburbio de Madrid. El autorretrato me muestra ante algunos, en la buhardilla que añoro tanto como su contenido.
Recuerdo mis libros con frencuencia diaria. Vienen como hojas de guillotina, en afiladas y bruscas olas de memoria que también, he ahí el dolor, están faltas de extremidades. Son seres tullidos: un libro solamente avanza si lo palpas, si lo hueles, si lo riegas…
Mis etapas literarias —perdón por la petulancia— se confunden en una marea de flashes inconclusos: mis novelas noir, mis fábulas de ciencia ficción, mis ensayos, mis iniciaciones, las alegorías góticas —Melmoth el errabundo es un visitante frecuente—…
Dos veces abandoné mis bibliotecas. No sé si esos pecados podrán ser redimidos.