Apocalipsis low-fi

07/02/2011
Dos artistas decoran una persiana en el barrio de Malsaña - foto: Gorka Lejarcegi (El País)

Dos artistas decoran una persiana en el barrio de Malsaña - foto: Gorka Lejarcegi (El País)

Civismo, dice el diccionario, es el «comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública».

O sea, las pautas mínimas de comportamiento que nos permiten convivir, que no son, al parecer, la filosofía, la música, la literatura o el dominio de alguna habilidad artesana, sino «el respeto hacia el prójimo, el entorno natural y los objetos públicos; buena educación, urbanidad y cortesía».

En España, este país que sigue siendo prolongación natural de África (sin ninguna de sus bondades) pero gusta de considerarse parte de Europa (sin ninguna de sus bondades), la falta de civismo y la desmesura de la incivilidad son cíclicos actores principales del debate social.

Es otra de las dosis de opio que tanto nos gustan. Mientras hablamos sobre la cantidad de veces que escupimos en el suelo no hablamos de justicia, libertad e igualdad.

Esta mañana había un hombre tumbado por el alcohol y apoyado en la puerta de mi edificio. Cuando la abrí para salir a la calle, el borracho se cayó sobre mis pies. Con ayuda de otro vecino logramos levantarlo y sentarlo de nuevo.

Mi barrio es un orinal público, un gran bar a cielo abierto, un espacio de guturales soflamas etílicas…

Las escenas que recuerdo al azar son como frames de un apocalipsis low-fi,  de baja intensidad: papeleras ardiendo, árboles sajados, rayas de cocaína esnifadas sobre los cubos de basura, un indigente defecando en medio de una plaza, centenares de turistas y nacionales deambulando en pos del coma etílico…

Ayer, en el barrio de Malasaña -el primer botellódromo de la ciudad, consentido y aplaudido- los comerciantes invitaron a artistas callejeros a decorar sus persianas. Tratan de evitar que otros grafiteros, menos hábiles, más brutos, más rápidos, pinten tag sobre tag sobre tag hasta el embadurnamiento.

Ciudad canalla, africana en muchos sentidos (el spleen atribulado, el grito tribal como norma, el desentendimiento como actitud), urbe wannabe europea en otros (la entrega al gran capital del desarrollo del urbanismo, el culto a la apariencia), Madrid nunca ha destacado por el pathos cívico de sus vecinos.

Pero me llama la atención que el incivismo se atribuya sólo a los administrados, que la ruptura de las pautas de comportamiento sean del borracho que se desploma a mis pies, del descerebrado que inhala cocaína en mi cubo de basura…

Hace unos días, el alcalde de Madrid, Alberto Ruíz Gallardón, hizo una especie de público examen de conciencia sobre sus ocho años al frente del poder local. «Muchas veces hemos actuado como nuevos ricos (ya que) nos hemos preocupado más por la expansión de la ciudad que por el reciclaje de lo ya existente», dijo.

La declaración, casi un sofisma estoico, llega con notorio retraso y tiene un fondo cínico. Hasta ahora, Ruíz ha destacado por promover las megaobras, la arquitectura dura, el talado masivo de árboles… En suma, una idea de ciudad al servicio de las empresas de la construcción y la especulación inmobiliaria, que ha llevado al municipio a endeudarse por encima de su liquidez.

Es decir, el primer madrileño ha sido también el primer incivil. No ha actuado con «respeto hacia el prójimo, el entorno natural y los objetos públicos; buena educación, urbanidad y cortesía».

No sé si dejarle caer cuando, borracho de sí mismo, se estampe contra el suelo.

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Hace unos cuantos años, el 14 de septiembre de 2005, publiqué en el diario un reportaje sobre la degradación del centro de Madrid [aquí está en PDF].

Fue una pieza de urgencia: no teníamos suficiente actualidad de primer nivel para abrir páginas y, durante el descanso de la comida, el fotógrafo y yo nos fuimos a hablar con yonquis, prostitutas y vecinos.

Al lado del reportaje, como apoyo de opinión, escribí este texto. No sería capad de decirlo mejor más de cinco años después. Nada cambia casi nunca.

El anverso y el reverso

Tras cada camino, un secreto. Tras cada canción, un río.Tras cada ciudad, un blues. El de Madrid Centro tiene título eficaz –lenguaje revelado, diría Heidegger–: Desengaño. El blues, la música de m ivida, nació como una polifonía de jirones: la piel desgarrada de las manos que arrancaban el algodón de las cápsulas; el chirrido de los carros de mulas arrastrando la carga hasta las desmontaderas; los gritos de reclamo de los minoristas ambulantes que ofrecían tamales y moras; el himno milenarista de un ciego en el porche del almacén; los golpes de azada contra las malas hierbas; los gritos de los sondistas de las barcazas; el gemido de los silbatos de los trenes para, a falta de relojes, decirnos la hora.

El blues de Desengaño que oí cantar ayer no es muy distinto: las marquesinas neumónicas de los cines; la neutralidad de la economía franquiciada de la GranVía; el chasco, la desesperanza, la derrota…

La presidenta Aguirre vive enel barrio. ¿Le gusta el blues? ¿Tiene esperanza Esperanza? ¿La tienen estas personas desdentadas que aspiran un chino? La certeza de que el reverso es amante del anverso nunca fue tan palpable. Eso es el blues.

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