Un juego de cánicas que entendíamos como una santa unción y un duelo contra nosotros mismos, una de las escasas actuaciones de mi grupo de rock —sí, fui cantante y letrista, fui un ángel durantes tres noches y unos cuantos ensayos—, el camino hacia un santuario budista en cuya alberca dormitaba la anaconda, la primera lectura de Bajo el volcán, Pedro Páramo, El libro del desasosiego, los diarios de Kafka…, los días como noches desteñidas, el tacto de una falda, la conciencia de estar enfermo sin fecha de salida, la luz vaporosa de San Francisco, el viento de salitre de A Coruña, el barrio de Madrid, la aldea que nunca será, miembro fantasma que me arrancaron no sé cómo, los frutos y esfuerzos del periodismo, los muertos del 11-M, los amigos también muertos compartiendo las viejas agendas con los amigos a los que maté con la lejía del abandono, la prisión de los adjetivos, las preguntas sin respuestas sobre mi hermano fallecido, la mirada de color cambiante y constante fulgor de h —siempre con minúscula—, la latente intangible presencia de mis hijos…
Hace dos días visitamos la Staatsbibliothek de Berlín, uno de los nidos de Cassiel y Damiel, los ángeles de El cielo sobre Berlín. De esta ciudad áspera y sucia, ningún monumento, ningún hito, ningúna extrañeza, ninguna historia o latido, me ha parecido tan cercano.
Mañana cumplo 61 años. Nada especial significa la efeméride, la cuenta móvil de un abaco. Los regalos no son obligatorios pero les dejo unas cuantas fotos de las últimas semanas para que no me olviden. Por favor, pisen suave: la anaconda tiene un sueño ligero y el nervio de una de mis muelas ha decidido asomar para anunciar una primavera de espinas.