Smithville

02/02/2010

Buscas Smithville en una de esas máquinas de geografía virtual que te consuelan con la idea de que el mundo (pero, ¿qué tipo de mundo?) está a tus pies. Encuentras una decena de lugares llamados Smithville: ocho en los Estados Unidos, uno en el Reino Unido y otro en Australia.

No despreciarías visitarlos, uno tras otro, todos los Smithville.

Aciertas a imaginar un devenir temático sólo justificado por el empuje de los topónimos: Shangri-La, Angkor, Ubar, Bjarmaland, Lalibela, Svaneti

¿Por qué no Smithville?

Todo rumbo es impredecible, el fruto de un capricho, una mala decisión, una indisposición gástrica, una mañana amarga, una palabra a destiempo, el deseo de encontrar el paisaje inconcenbible de un sueño…

Pero tienes un problema: el Smithville que buscas, pese a que existe y es tangible, no aparece en los mapas. Ni siquiera en el de las ciudades invisibles, flotantes, yacentes bajo los océanos, acristaladas por el hielo, abrasadas por los dedos rojos de la lava, borradas del recuerdo por un suceso impío…

Ésta es la única descripción escrita que has encontrado sobre tu Smithville:

Es una pequeña ciudad cuyos vecinos no pueden ser reconocidos racialmente. No hay amos ni esclavos. La población carcelaria es abundante y la mayoría de los ciudadanos han formado parte de ella en un momento u otro. Algunos pueden escapar de la justicia, pero deben marcharse del pueblo. Las ejecuciones son públicas. Hay muchos crímenes –pasionales, cínicos, irreflexivos–. Tanto el homicidio como el suicidio son rituales, actos que de inmediato se convierten en leyenda, actos que transforman la vida diaria en mito o revelan que toda idea de destino es sarcástica. El humor es notable en la ciudad, pero siempre es cruel (…) Hay una guerra constante entre los mensajeros de dios, los fantasmas y los demonios, entre bailarines y bebedores, entre el mismo dios y sus mensajeros.

El texto aparece en la página 424 de la edición que manejas (Picador, Nueva York, 1997) del libro Invisible Republic, de Greil Marcus.

El resto de indicios con los que cuentas para dar con Smithville son 84 canciones.

Las compiló, ordenó y prologó en 1952 Harry Smith (1923-1991), hijo de millonario que supo dilapidar la herencia con infinita elegancia, y fueron editadas en seis vinilos por la discográfica Folkways bajo el título de Anthology of American Folk Music.

Alguna vez escribiste que no hace falta nada más para vivir que esas 84 canciones. Mantienes esa creencia pese a que ya no tienes edad para creer.

En las carpetas de los discos, clasificados en tres grupos de álbumes dobles (titulados Ballads, Social Music y Songs), Harry Smith, amigo de lo arcano y el poder de los símbolos, inaprensible para el vulgo, transmite algunas claves sobre la tierra mítica.

Los colores de los discos muestran lo que podría ser una bandera y su interpretación: azul (aire), rojo (fuego) y verde (agua)

Menos sencilla es la ilustración de todas las cubiertas, sólo diferenciadas por la tríada de filtros de color: un monocordio tañido por una mano.  Smith aplica al instrumento el adjetivo ‘celestial’. Por ende, podemos inferir que la mano es la de Dios.

Inventado por Pitágoras en el siglo IV tras analizar el ritmo de los golpes de diferentes tipos de martillos sobre el yunque de una herrerría, el monocordio permitió al matemático desarrollar la teoría de las proporciones musicales.

El posterior estudio del instrumento y sus en apariencia fatigadas y simples notas –sólo en apariencia, ya que contienen todas las proporciones armónicas– fue la puerta de entrada a los misterios esotéricos de las asociaciones del espacio y el tiempo, el mundo visual con el audible y el fundamento del universo como juego de esferas.

En el siglo XVI, el alquimista Robert Fludd empleó el monocordio para componer la teoría gnóstica sobre las correspondencias armónicas entre los planetas, los ángeles, las partes del cuerpo humano y la música.

Las canciones recopiladas por Smith, es decir, las vísceras de Smithville, saben a hierba y sudor, sangre y nostalgia, prédica y quejas… Son un reportaje escrito por un dios agotado (de ser todopoderoso, de ser magnánimo, de ser atroz), pero tienen una intención oculta que la distancia de las recopilaciones de etnógrafos de traje y corbata como Alan Lomax y Amos Asch.

A diferencia de éstos, Smith omite más de lo que dice. El endiablado folleto interior que redactó para los discos (28 páginas) es una colección de chanzas. No identifica a los artistas por su raza (algunos críticos tardaron años en descubrir que Mississippi John Hurt era negro y no, como su tono vocal sugiere, un hillbilly de las montañas), no menciona el año o el lugar de las grabaciones, introduce enunciados de matiz casi surreal…

Nada parece importarle tanto como la narrativa interna que las 84 canciones establecen como un todo armónico, como si el curso que construyen diese lugar a una mitología arcaica y a la resurrección de un lenguaje que todos dábamos por muerto.

Excepto unas cuantas, todas las piezas son de los años veinte, pero podrían pertenecer a una dimensión temporal paralela. Nada que importe tiene edad.

Interesado desde la adolescencia por la música ritual y criado en una familia singular (su madre se consideraba con derecho a ser la Zarina de Rusia y afirmaba haber mantenido relaciones con el satanista Aleister Crowley), Smith abandonó los estudios universitarios y empezó a recopilar canciones oscuras (baladas de crímenes e incestos), música cruda (violinistas de los pantanos), lamentos de cowboys, valses de campamento y peroratas de profetas…

La enorme repercusión de la Anthology… (Bob Dylan dijo de los discos que contenían  “la única música válida, la que habla de leyendas, la Biblia, las plagas, las cosechas y, sobre todo, la muerte”) no detuvo a Smith: hizo cine experimental cuando la expresión ni siquiera estaba acuñada, pintó cuadros de alucinada profundidad, intimó con el realizador Jonas Mekas, el poeta Allen Ginsberg y el fotógrafo Robert Frank (que llamaba Magic Man a Smith), coleccionó avioncitos de papel y huevos de pascua, se jactó de haber cometido asesinatos (“necesito matar a alguien cada tres o cuatro meses”) y murió en el más adecuado de los hoteles, el Chelsea.

Pese a toda esa actividad, a ese ruido (por ejemplo, el homenaje reciente de un buen lote de artistas plásticos), creo que  Smithville sigue siendo una secreta ciudad de santos y pecadores (en el censo local abundan más los segundos que los primeros) donde, en un ciclo perenne, suenan 84 canciones.

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La pervivencia de la antología fue subrayada en 2006 en The Harry Smith Project: The Anthology of American Folk Music Revisited, un disco donde clonan el original unas decenas de músicos, la mayoría de los cuales ni siquiera había nacido en 1952: Nick Cave, Sonic Youth, Wilco, Beck, Elvis Costello, Van Dike Parks…

[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=8Q60Gy_LCUU]

[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=vimWDlPjwDw]

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He creido necesario, porque agradecería compañía en el viaje, dejar a disposición de los interesados una copia de la Anthology of American Folk Music (1 | 2 | 3).

También, como salvoconducto para entrar en Smithville, alojo aquí una copia del folleto de la edición original.

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Creo que a los posibles viajeros les conviene saber que para acceder a Smithville, en el corazón de la vieja y desquiciada América, son necesarios algunos requisitos:

tener hambre
estar desesperado
o loco de amor
dejarte barba
husmear como un perro
volverte chiflado
por el pelo mojado
de las mujeres
manchar el piano con los zapatos
pedir pan y aceite
oler a pezuña
cargar la pistola
y tener las uñas sucias

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3 Responses to Smithville

  1. carolina on 03/02/2010 at 00:11

    Descargando. Creo que además cumplo algunos de los requisitos.

  2. i’m ready…..

    smithville or bust!

    (I meet most of the requirements, except for «volverte chiflado por el pelo mojado de las mujeres.» Um, I’ve made peace with my inner lesbian, but two long, lazy braids, we still make me blush. These days I go «chiflada» for my husband’s taliban beard and his long bicycle legs. As for the gun, I don’t have one).

  3. […] no haya escuchado Anthology of American Folk Music (Folkways, 1952) no tiene derecho a opinar sobre música.Lo dicen Beck, Bob Dylan y Jeff Tweedy, […]

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