El cineasta Pedro Almodóvar acaba de declarar que es partidario de un referédum «para preguntar al pueblo español qué piensa acerca del sistema, si quiere que sea una monarquía parlamentaria o no».
Lo dijo en Beverly Hills —el lugar adecuado para la diletancia de altura— y ante un grupo selecto de periodistas, invitados a dedo de acuerdo con su nivel de casi consanguínea complacencia con la obra del director, que no acepta la entrada en su círculo de elementos no complacientes.
En la misma sesión masturbatoria, Almodóvar calificó a los Reyes de España de «majos», ese adjetivo 100% correcto y consolador que hurta todo matiz y se usa con la misma alegría que las bombas de racimo en Oriente Próximo, pero se mostró desconsolado por las declaraciones de la Reina contra el matrimonio homosexual y por los casos de corrupción que salpican a los Borbón.
Durante décadas a Almodóvar se le ha consentido, y así debe ser (ser bufón es un oficio legal), que reparta hostias y bendiciones como un obispo cualquiera. Cuando alguien osa poner en duda la calidad de sus películas, producidas, por cierto, con millones de euros salidos de los presupuestos del Estado o de RTVE —como adelanto de taquilla, es verdad, pero dinero público al fin y al cabo para poder seguir alimentado la cuenta corriente y el ego—, esa persona es lapidada por el efecto expansivo de los gritos sulfurosos de Almodóvar en ataque de nervios.
Insufrible como cineasta e insoportable como ser humano —que le pregunten a sus empleados, conozco alguno si necesitan contactos—, Almodóvar, la loca del reino, merece un referéndum paralelo al de la monarquía sobre si queremos tener un cineasta que se cree Walter Benjamin y no pasa de Corín Tellado.
