El primer perímetro que habitó Hang fue el de una caja de zapatos. Una madre en la miseria abandonó el moisés de cartón a las puertas de un cuartelillo de policía de Kaiyuan, en el inmenso sur de la provincia china de Yunnan, terreno de fiebre, adormidera y arrozal. No es gratuito añadir a la escena un dolor lacerante, una noche de rocío, una luna cómplice… La mujer colocó sobre el bebé de unos días el usufructo único de una nota. El papel, escrito en la grafía asiática serpenteante como un cordón umbilical, decía: “Me llamo Yu Hang”.
Cinco años más tarde, en el Ensanche de Barcelona, es Yu Hang quien me rebautiza con un mote intrépido: “eres un Aventurero Súper”. Le había contado mi vida —tres hijos, una pareja a quien casi duplico en edad, la errancia por el mundo en busca de nada más que errancia— y él desplegó, con un asombro que yo y mis tropiezos no merecemos, los ojos que podrían ser miao, bai, yi, hani o de cualquiera de la otra veintena de etnias de los confines de Yunnan, tierra encajada entre Birmania, Laos y Vietnam. Hang es un ejemplo vivo de que la biodiversidad es la más fértil y divertida de las ciudadanías.
Hasta que la crisis —marca blanca y antifaz del neoliberalismo— nos redujo a vasallos, España se paseaba por los salones internacionales de la adopción infantil con el galanteo de los países de primera división. Entre 1908 y 2011, dicen las cifras oficiales, más de 60.000 menores de 18 años fueron adoptados por familias españolas. En cabeza, con el 24%, estaban los críos chinos. Ahora ya no podemos presumir: las adopciones bajaron un 69% en los últimos seis años y los orfanatos españoles son las cajas de zapatos de 18.000 niños. ¿Cómo proyectar el instinto protector cuando te están apaleando?. Kaiyuan está en todas partes y la biodiversidad en ninguna.
Una de mis mejores amigas, Mercè, que hace honor al himno catalán Els segadors cultivando cotidianas “espigas de oro” para quienes la rodeamos, adoptó a Hang en 2011. Después de siete años de tramitación, esperas y frenazos de los proverbiales caprichos administrativos chinos —ahora un terremoto, después unas Olimpiadas, un malentendido diplomático, un informe sobre derechos humanos…—, fue a buscar al bebé a Kunning, la bulliciosa capital de Yunnan. El crío, al que trasladaron al encuentro en un todoterreno que llegó a la ciudad por mareantes trochas rojas, tenía solo unos meses y mi amiga decidió mantener el nombre de la nota dejada en la caja de zapatos por la anónima madre biológica. No se sorprendió —ya dije: es una cosechadora— cuando al pedir que le tradujesen Yu Hang se encontró frente a una acuarela pintada con palabras: “Navegante del universo”.
¿Sabrían ustedes diferenciar un quebrantahuesos de un buitre leonado?, ¿reconocer el grito de señorita malhumorada de una urraca?, ¿describir el canto de alerta de un cardenal rojo ante la cercana amenaza de un depredador?, ¿saben a qué velocidad vuela un frailecillo atlántico?, ¿dónde viven los urogallos?, ¿por qué las golondrinas vuelan con el pico abierto?… Hang no sólo conoce todas las respuestas, sino que puede desarrollarlas, dibujar el ave con un estilo de Paul Klee en pantalón corto y, entre tanto, comerse un helado.
Cuando acaba cada día en el piso del Ensanche no se escucha el recitado universal de los cuentos infantiles para tocar las puertas del sueño. Mercè lee por exigencia de su niño guías de identificación de aves, tratados de nivel profesional con perfiles, huellas, costumbres, subespecies, ceremonias de apareamiento y otros apuntes ornitológicos. Sospechamos que, a su modo y aunque el desarrollo curricular diga lo contrario, Hang ya sabe leer mediante el reconocimiento de las formas gráficas. Es capaz, y eso basta para la incredulidad, de enumerar los nombres de las aves en catalán y castellano. Cuando habla conmigo ya no dice, como en un primer momento, ocell, trencalòs, puput, voltor… Es un regalo y una demostración de civismo que sea él, el nacional, quien se acerque a mi lengua, convertida en extranjera por los más atávicos en la piscina de barro del debate secesionista.
Acompañé a Mercè a un colegio electoral en las últimas autonómicas catalanas. Por voluntad propia Hang eligió para la jornada ser un cisne, colgarse un par de alas blanquísimas, ceñirse un largo pico de cartón y caminar con la solemnidad requerida en la especie. Entre las papeletas y las urnas —símbolos de nuestra restringida condición de encerrados en cajas no tan diferentes a las de cartón—, el niño-pájaro era el único ser humano que postulaba un estilo diferente, una alternativa sin artificio: volar en liberador silencio.
[Escrito para mi sección Las crónicas del cronista en el diario 20 minutos] [PDF]