Demasiados mitos en una sola foto. Perfecta, seductora, inolvidable pero, tras la pátina épica, el barniz sentimental que nos ablanda, la imagen edificada con la perfección habitual por el gran Elliott Erwitt es como una oración mortuoria, condenada y triste, un congreso de pañuelos blancos encharcados de lágrimas, alcohol, depresión, engaños y tragedia.
The Misfits, la película de 1961 de John Huston que en España llamaron Vidas rebeldes, hurtando la traducción literal del título, Los inadaptados, perfecta para describir las dos historias en liza —la del guión sobre cuatro perdedores sin redención posible y la de la vida real de los implicados, prolongación de la cinematográfica, como si el cine fuese un disfraz para el documental— fue el largometraje más y mejor documentado fotográficamente de la historia.
Al rodaje, en varias localizaciones del estado de Nevada, entre ellas el paraje desértico bautizado desde entonces como Misfits Flat, tuvieron libre acceso varios fotógrafos de la agencia Magnum, autorizada para cubrir en exclusiva la película. Fue una premonición: admitir a los mejores testigos para documentar una ceremonia de carne viva y muerte.
Además de Erwitt, en los sets de grabación, el hotel donde se hospedaba el equipo —el Mapes, en Reno— y durante las excursiones de ocio a cantinas, casinos y tugurios se movieron nada menos que Cornell Capa, Henri Cartier-Bresson, Bruce Davidson, Ernst Haas, Erich Hartman, Inge Morath, Dennis Stock y Eve Arnold. Ninguna otra película tuvo testigos de tanto nivel. Ninguno era inocente: buscaban drama y lo encontraron, olieron la muerte y se comportaron como eficaces enterradores, presintieron el dolor y dejaron que las cámaras actuasen como discretas plañideras.
Las tórridas temperaturas que castigan al desierto y al antiguo poblado minero de Dayton, localización principal del rodaje —en el verano de 1960, con máximas de 45º—, no fueron la más infernal de las circunstancias: Clark Gable había recibido poco antes el diagnóstico de cáncer terminal de pulmón —en algunas escenas la enfermedad es notable en la voz extinta del actor—; Marilyn Monroe, que, para añadir un matiz freudiano, consideraba a Gable como el padre que nunca tuvo, estaba hundida en una de las simas de su eterna melancolía depresiva; Montgomery Clift, otro saturnal, la acompañaba en el viaje —los productores tuvieron en nómina a un médico durante el rodaje para atenderlos y suministrales drogas—; el director John Huston, con el áspero temperamento que acaso explicaba su genio, no se andaba con chiquitas con los enfermos, a los que llamaba niños «mimados» y «mariquitas» —él mismo padecía de alcoholismo y una incurable ludopatía, que alimentaba con diarias excursiones nocturnas a los tableros de black jack de Reno—; el guionista, Arthur Miller, que se había casado con Marilyn en 1956, intentaba velar por la fragilidad de su mujer e, instigado por ella, modificaba cada noche el libreto…
Las fotos de los reporteros de Magnum no hurgan con grosería en las muchas heridas del rodaje de una película que se funde con la vida —los inadaptados no son sólo los caracteres no del todo ficticios del guión, sino los seres humanos que los interpretan—, sino que se asoman a las rendijas que hacen tangible el desconsuelo. Haas mostró la elegante furia salvaje de los caballos mustang; Morath indagó en la figura de Marilyn como un axis en torno al cual circundaba toda la soledad del mundo; Davidson se mantuvo a la distancia justa para no implicarse emocionalmente y mirar con desapasionamiento; Arnold, una de las fotógrafas con mayor grado de confianza con la actriz, retrató las sombras que rodeaban su brillo y amenazaban con invadirlo…
La película tuvo un epílogo con tantas grietas como era de esperar. Gable murió doce días después del final del rodaje, sin llegar a ver el montaje final. Marilyn y Miller se divorciaron seis días después del estreno y ella murió menos de dos años después —fue su última película, del siguiente compromiso, Something’s Got to Give (George Cukor, 1962), fue despedida porque no era capaz de tenerse en pie e incumplía los horarios una y otra vez—.
Quizá el prontuario más justo para aquel infierno tan bien fotografiado ocurrió el 23 de julio de 1966 en Nueva York, cuando Montgomery Clift, que tenía 45 años, pronunció sus últimas palabras antes de irse a la cama para morir durante el sueño. Minutos antes, su secretario le hizo ver que emitían en televisión The Misfits y que quizá le apetecía verla:
— ¡En absoluto!, respondió el actor.