— ¿Por qué estás descalzo?
— Porque arrastro los pies.
— ¿Qué tiene que ver?
— Pensé que quizá sin el peso de los zapatos dejaría de arrastralos.
— ¿Te parece?
— Ni la fatiga ni la derrota pesaban. No los arrastraba entonces.
— ¿Qué quieres decir cuando dices «entonces»?
— Antes, en algún momento.
— No hay quien te entienda.
— Tampoco yo entiendo a mis pies.
— ¿Quién los entiende entonces?
— Los kewpies, quizá, saben de todo.
— Esos no saben nada.
— Son telepáticos. Están vacíos, como Buda.
— Pregúntale mejor a San Jorge.
— ¡Está tan ocupado!, siempre con la saeta sobre el dragón, incansables los dos…
— ¿Y esa nota?
— Algo que leí anoche, de Herzog: «el ser humano como eterno penitente».
— Naciste en Santiago de Compostela, no lo puedes remediar.
— ¿Será esa la causa del peso en los pies? ¿Una tardía tendencia a volverme de piedra?
— ¿Cuándo ordenarás los libros?
— Uno de estos días.
— ¿Cuándo no te pesen los pies?
— Cuando esté vacío, sí. Del todo.