Cuando Elvis se aburría en los salones trémulos de Graceland y el aroma de las magnolias de los patios era demasiado desvergonzado para conciliar el sueño, la servidumbre -porque la ansiedad de los reyes es la peor de las catástrofes- iniciaba un ir y venir sin tregua.
Buscaban distracciones extravagantes: un caballo con plumas de seda en lugar de pelo, un circo de acróbatas ciegos, una mariposa única capturada en el último estertor, una guitarra de madera verde…
Buscaban drogas secretas: una mandarina con el sabor de una mujer distinta en cada gajo, los vapores de pasta negra de un volcán hundido en el sombrío océano nórdico, la sal discreta de la axila de un recién nacido…
Buscaban en los arcones recuerdos que pudiesen agradar al Rey triste: la bata de muselina de Mamá Gladys, el pantalón de dril de Papá Vernon, los zapatos de gamuza de chinchilla azul que le había regalado Carl Perkins tras la histórica borrachera en el porche de la granja…
La mucama de confianza subió al cuarto real un cubo de cangrejos vivos recogidos aquella mañana en los arenales del Mississippi: a Elvis le divertía la forma de correr de los animales, de medio lado, patinando en la cera peligrosa del suelo de madera de teca.
Decía:
Mi pelvis siempre imitó el vaivén de los cangrejos.
El cocinero jefe acudió al menú de emergencia: exprimió pomelos sanguíneos, coció en agua de manantial un guiso criollo con yuca, calabaza y gelatina de aleta de tintorera, preparó salsa de mango, horneó un pastel de chocolate belga…
Jerry Lee, llamado con urgencia para asistir al camarada apenado, telefoneó con igual premura: recordó a Elvis las correrías por los arrabales, la cola de caballo de las muchachas bailando rock and roll con el viento, la amistad imperecedera de los pianos…
Pero romper la cápsula ahumada de la angustia real no era simple: Elvis no se atrevía siquiera a franquear las puertas, convencido de que tras sus hojas lacadas de blanco esperaban cucarachas de lengua humana y aliento de pantera .
La tristeza del Rey no se detenía en él mismo: enganchaba con sus hilos a la mansión entera, dejando en manos de una torpeza de inválido a sus habitantes, que parecían moverse en un mapa de aceites usados.
La tristeza de un rey, como toda patria, no tiene confines .
Sólo una persona escapaba de la malla, que había rasgado con la energía de cuchillo sin filo de los niños: el hijo del chófer de Elvis, un niño negro bautizado como Moses Brown pero al que todos, a causa de la tendencia a la reducción de esfuerzos de las tierras húmedas y calientes, llamaban Mo.
Bajo la sombra proyectada por los grandes olmos en el papel fotográfico del cesped, Mo jugaba en el exorbitante jardín que aislaba Graceland del mundo: ni siquiera el tupé supersónico de Elvis Presley podía perturbar la carrera loca de un niño de ocho años, heredero de una sola seguridad, no tener más propiedad que sus piernas
Mo no sabía nada de Hound Dog, de Mistery Train, de Teddy Bear, de ninguna de ésas adaptaciones de baja intensidad de la única música aceptable: los himnos de la capilla dominical pentecostalista, cuando la voz alada de Madre es la voz más hermosa del mundo.
Del morador de la gran casa de mármol, tan inmesa e imposible como un hojaldre sólo para blancos de una pastelería de Memphis, Mo había escuchado dimes y diretes, esto y aquello, pero nada que le incumbiese: no es fácil emocionar a un niño de rodillas sucias con fábulas sobre un Cadillac rosa.
Cuando Elvis salió al jardín para intentar aplicar el desinfectante de la luz matutina a las manchas del ánimo, se encontró con una realidad que no esperaba: todo el resplandor, la paleta completa de colores, desde el blanco pupila de ciego hasta el negro de sexo escondido, era propiedad de aquel muchachito que preparaba pasteles de barro al borde de una de las albercas.
Preguntó:
¿Puedo ayudarte, hijo?
Mo dijo:
Padre no quiere que hable con gente de la casa del Rey Triste, señor, dice que puedo enfermar.
¿Por qué dicen que está triste ese Rey?
Nadie lo sabe, pero Padre cree que se ha vuelto demasiado blanco, tanto como usted, señor. Padre siempre dice que el Rey se ha desteñido.
Al día siguiente, domingo 15 de octubre de 1963, mientras toda la Policía de Tennessee estaba movilizada buscando al desaparecido Elvis Presley, dos voces manchadas de agua cantaban el I won’t turn back en la capilla pentecostalista.
Mamá Brown estaba enseñando a Elvis Presley a ser, otra vez, negro.
Ese día, sostienen los libros de historia, renació el rock and roll.
… parecian moverse en un mapa de aceites usados.
Es un acierto total que le des ese aire de cuento triste para niños. El lirismo que empleas, con esas imágenes tan tuyas, es una filigrana, de verdad exquisito.
Creo que tu libro sobre músicos suicidas se merece un oportunidad. Espero que te acompañe la fuerza!