Hubo un tiempo en que los libros eran amasijos de integridad, tatuajes secretos, guiños de arcanos reconocimientos privados. Entrabas en una casa y no te fijabas en la cosecha del vino, la marca de los zapatos, la licenciatura, el último gadget electrónico, el alcance dinerario: caminabas hacia los estantes y acariciabas con la mirada las pieles siempre adolescentes de los lomos. Bastaba una primera panorámica para saber si aquella era también tu casa.
Nadie habla de libros nunca más. Quiza exagere, quizá me ofusque la soledad de mi generación absurda —abdicante, plañidera, inexistente—, quizá se trate de una injusta grosería, pero ya no encuentro libros en las casas (tampoco en las moradas del alma) como carnés de identidad moral, salvoconductos, gritos en silenciosa letra impresa…
Nadie pregunta «¿qué libro estás leyendo?»; nadie sabe quiénes eran Eric Ambler, Dick Francis, Charles Maturin, Carson McCullers, Jane Bowles; a nadie le importa la tinta derramada.
En Madrid me hospedé en casa de G., un viejo amigo de los tiempos extenuantes del anarquismo y la búsqueda que a nada condujo.
Sólo atribuyo una imagen a G.: cargado de bolsas con libros. Los momentos compartidos que más retengo están teñidos de papel e historias. La casa de G., en el Barrio de las Letras —no hay otra ubicación posible—, está cegada por libros, tomada por voces envueltas en papel.
Podría morir en ese exceso. Lo entiendo.