Thomas Alleman es un fotógrafo comercial estadounidense. No hay ánimo peyorativo en el adjetivo comercial: cada uno se gana la vida como puede y a él le gusta —y le compensa económicamente después de quince años de ejercicio y una muy sólida reputación— firmar reportajes para revistas ilustradas con nombres que tienen potencia balística (Time, People, Business Week…), pero si Alleman pasa a la historia no lo hará por esos trabajos de mayúscula importancia y producción esmerada, circuntancias que en el mundo de la fotografía comercial están maridadas con la posesión de un equipo digital valorado en cifras de, cuando menos, seis dígitos.
Lo mejor de Alleman, su prueba de vida, ha salido de una cámara de juguete.
Las fotos con las que el reportero se convierte en un poeta y danza el infinito vals de la luz y la sombra son tomadas con una Holga, la cámara de medio formato que se puede comprar por unos 25 euros. Con ese pedazo de plástico negro en las manos, Alleman es un chamán, un héroe, un niño iluminado…
Fabricada desde 1982, sin licencia ni franquicia, en Hong Kong (la diseñó un tal TM Lee del que nada se sabe y, por supuesto, no tiene Twitter), ha habido maniobras del lobby pijo de Lomography para hacerse con la distribuición mundial exclusiva de la Holga pero hay demasiados talleres en China fabricando las cámaras cada uno por su lado y tanta diversificación no permite el monopolio. Todo objeto es un objeto político y la Holga, en los tiempos de Instagram y los smarthpones, es procomún y proletaria.
Es claro que tener en las manos esta cámara de precio popular y aspecto algo torpe —100% plástica, básica, cuadrada, una especie de ladrillo— no garantiza que funcione la mecánica de fluidos del ars poetica fotográfico, porque si tienes los sentimientos de un rodamiento de plomo, harás fotos plomizas y siempre conviene que llegues al momento de hacer la foto con el alma rota y el corazón supurando, porque, amigo mío, ningún filtro va a hacer el trabajo por ti.
La herida de Allman fue el 11-S. Tras los ataques con los aviones tripulados se sintió perdido y dejó de entender. Necesitado de una mirada de mayor suavidad, de fidelidad baja, empezó a caminar y conducir sin rumbo por la ciudad en la que vive, la megalópolis de Los Ángeles.
Nunca llevaba consigo ninguna de las cámaras para matar con precio de seis dígitos: consideraba que era grosero proponer la alta tecnología como forma de luto y optó por la Holga que hasta entonces consideraba un objeto decorativo, una contradicción. La hermosa serie Sunshine & Noir es el resultado de aquellos viajes nómadas en busca de soledad y muda reflexión.
Con la «muy primitiva tecnología» y los «terribles errores» de la Holga —un adminículo de baja precisión, con distorsiones, superposiciones caprichosas y entradas no menos azarosas de luz (una copia plástica del alma humana, vaya)—, Alleman aprendió nuevamente a ejercer el derecho a la mirada, sometida a fallos, distracciones y melancólicos retrocesos. No ha roto el compromiso y con la Holga ha retratado Los Ángeles, Nueva York, Mongolia y otros lugares.
Lo que para algunos podría ser un resultado disfuncional empezó a convertirse en el abecedario visual de un niño sorprendido. Ahora Alleman suele dejar siempre en casa a las cámaras serias. No le hace falta nada más que un trozo de plástico negro.