Tres componentes iniciales para una subcultura: el nuevo hippismo de la vida en la carretera y las celebraciones libres —con el anual encuentro del Stonehenge Free Festival en el solticio de verano alrededor del impresionante conjunto megalítico de Amesbury—, el desarrollo de los variopintos estilos de música electrónica dance y el boom de las drogas de club, sintéticas como el MDMA (éxtasis) o naturales como los hongos psicodélicos. Con esos materiales, en el Reino Unido nació y se extendió el rave, la fiesta libre, semiimprovisada y gratuita que prolifero desde finales de los años ochenta hasta mediados de los noventa.
Fue como si se repitiera, con componentes nuevos y puestos al día, la experiencia de los hijos de las flores de los EE UU en los sesenta, y en el Reino Unido bautizaron el punto álgido del movimiento, entre 1988 y 1989, como Segundo Verano del Amor. Las raves proliferaban y se mostraban como contraculturales: se enfrentaban a la legalidad de las normativas, proponían una revuelta juvenil basada en el trance hipnótico de la danza y la música e invitaban al hermanamiento mediante la ingesta de sustancias que buscaban el goce pacífico y sensual del momento.
Todo acabó en el Reino Unido con la Criminal Justice and Public Order Act (Ley de Justicia Criminal y Orden Público) aprobada en 1994 por inciativa del primer ministro conservador John Major, aquel político que veraneaba en un pueblo de Ávila, un texto redactado para sancionar y reprimir como delictivos la acampada libre y la organización de festivales no autorizados y que incluso definía como agresiva la música basada en la «repetición constante de ritmos». Hubo mucha oposición y críticas que indicaban lo evidente —se estaban persiguiendo un estilo de vida y de expresión alternativos—, pero la policía inglesa demostró su proverbial contundencia y las rave fueron borradas del mapa en el Reino Unido.
Muchos de aquellos nómadas que iban de fiesta en fiesta en furgonetas o camiones transformados decidieron entonces cruzar el Canal de la Mancha y seguir con la diversión en Europa. Uno de ellos, Tom Hunter, se asoció con unos cuantos colegas, compraron un minibús, lo llenaron de comida y montaron Le Crowbar (El bar del cuervo). En otra furgoneta adapatada iba la gente del soundsystem (equipo de sonido) portátil, los colectivos Total Resistance y Spiral Tribe. En algunos vehículos más, los aficionados que deseaban seguir la estela.
Entre 1995 y 2000, recorrieron Portugal, España, Francia, Austria, la República Checa y otros países montando raves o apuntándose a las que encontraban por el camino. Armado con cámaras de foto y cine, Hunter documentó el ambiente y ahora muestra una selección de imágenes en el libro The Crowbar, publicado por la editorial inglesa Here Press.
Las fotos detallan el estilo de vida relajado de la comunidad de ravers y el ambiente de las fiestas, desde algún teknival checo o Rainbow Festival en un emplazamiento en las montañas austriacas, hasta una reunión en la playa barcelonesa de Castelldefels. Las imágenes tienen, en cualquier caso, el sabor de un tiempo pasado y difícil de recuperar. Hunter señala que todo terminó cuando los propietarios de los clubes y las discotecas empezaron a presionar a las autoridades locales para que interrumpiesen los raves gratuitos que les quitaban tajada en el negocio del la noche.