Centro de una fértil región agrícola y capital del condado de Lawrence, a la pequeña población de New Castle, en el estado nororiental de Pensilvania (EE UU), la llaman, en uno de esos binómios de la jerga micropatriótica que sólo son posibles en una tierra tan desatinada como la yanqui, capital de los fuegos artificiales de América y también capital mundial del perrito caliente. La notoriedad de productos tan dispares sólo tiene sentido en el primer caso —la ciudad sigue siendo sede de dos afamadas fábricas pirotécnicas (Zambelli y Vitalle Pyrotecnico), ambas fundadas por italianos a finales del siglo XIX—. De los inmigrantes griegos que trajeron a la ciudad poco después los hot dogs picantes a los que celebra el segundo eslogan sólo quedan rastros en la memoria de los vecinos de más edad.
Sometida a una despoblación vertiginosa —de casi 45.000 habitantes en 1960 pasó a 23.000 en 2012— y a los efectos agresivos de la economía neoliberal —casi la cuarta parte de los residentes vive bajo el umbral de la pobreza y el porcentaje de desempleados duplica la media nacional—, New Castle, como tantas otras villas de su perfil, languidece y se desmorona.
Nacido en Edimburgo, al otro lado del Atlántico, al escritor escocés Diarmid Mogg se le debe otorgar crédito como uno de los grandes reconstructores de la ciudad de los perritos calientes y los fuegos de artificio. Nacido al lado de un cementerio y acaso por ello, como él mismo afirma, interesado por las «historias morbosas», este archivista infatigable mantiene desde 2009 el blog Small Town Noir (La serie negra de una pequeña ciudad), un detallado informe sobre el malaje de New Castle entre 1930 y 1960.
Mogg se hizo con la colección de fotos antiguas que el departamento local de policía había tirado a la basura en una demostración palpable de lo poco que le importa el pasado de su ciudad. Ya saben: mugshots, los retratos de frentre y de perfil tomados a los detenidos a la llegada a la comisaria por un funcionario que trabaja con rutina y sin otra pretensión que añadir las imágenes al atestado policial y la subsiguiente ficha de antecedentes.
El material tiene suficiente potencia gráfica en sí mismo para motivar el interés histórico: aquí tenemos a los chicos malos, los supuestos culpables, posando, con talante casi siempre sumiso, ante el sistema represivo.El dietario de rostros es un repertorio de vida e incertidumbres, una superficie reflectante en la que cualquiera puede presentirse: los ojos desenfocados de los intoxicados, los mentones alzados de los ladrones, las miradas incisivas de los pilluelos, las pelambreras locas de las chicas bravas…
Pero Mogg, y eso convierte su trabajo en un prodigio, indagó la historia de cada retratado consultando con infinita paciencia y cariño de cronista los archivos del New Castle News, uno de esos diarios locales que ejercían el más noble de los empeños editoriales: contar con diligencia a los lectores cada detalle de lo sucedido en el pueblo («quién fue a casa de quién para una cena, quién había sido enviado a la guerra, quién había estrellado el coche cuando conducía borracho, quién había ingresado en la cárcel…», dice Mogg).
Small Town Noir cuenta la historia tras cada musghot. La época, desde la Gran Depresión hasta el final de la guerra de Corea, «corresponde también a la edad de oro del cine estadounidense sobre crímenes y criminales, desde las películas de gánsteres de los años treinta hasta la serie negra de los cuarenta y los cincuenta», y permite, dice el archivista, comprobar que los retratados «no estarían fuera de lugar en cualquier thriller desde Hampa dorada, de 1931, a Sed de mal, de 1958″.
Lo prolijo y detallado de la narrativa que Mogg ha añadido a cada foto —en ocasiones aporta la dirección en la que vivía el detenido en el momento de la detención, la biografía anterior a la intervención policial y la posterior, que llega incluso hasta la fecha y circunstancias de la muerte— hace que el blog, que tiene centenares de entradas, se lea como una colección narrativa, un compendio de villanías, casi siempre de calado menor —abundan los hurtos, robos de coche y detenciones por embriaguez o vagancia—, punteadas por algún caso de asesinato, exhibicionismo o el terrible arresto en 1960 de Sidney Fell, un joven talento del teatro local, acusado de sodomía por mantener relaciones homosexuales y, hemos de suponer, estigmatizado en el pueblo.
La historia que más me ha conmovido de esta madeja de registros negros de una ciudad tranquila es la de Edward Kozol, un pobre muchacho de 17 años detenido en 1937 por robar chatarra abandonada por los talleres ferroviarios. Se trataba de migajas que aprovechaban los desesperados, el material sólo se vendía a 20 dólares la tonelada, pero las autoridades veían con malos ojos la práctica porque se decía que el hierro robado era exportado a Alemania para la fabricación de material de guerra y municiones para las ambiciones militares de Hitler. Kozol salió indemne del hurto, pero seis años más tarde, tras ser llamado a filas por el ejército para combatir en la II Guerra Mundial, murió por disparos de los nazis en el desembarco de Normandía. Regresó a New Castle como tantos héroes usados como carne de cañón en las matanzas bélicas: en un cajón de madera.