En James Agee quise encontrar al hombre de cara redonda capaz de buscar el silencio de los otros para manejar el propio silencio.
Enumerando, por ejemplo -a veces la literatura es simple y la complicidad absoluta-, las chanclas en el porche de la cabaña de los jornaleros: ésas son de la niña, aquellas del niño, de la madre, del padre…
En Malcolm Lowry, insoportable borracho, perseguidor de incendios e inverosímiles refugios, encontré la fiebre de los volcanes, el idioma que se habla tras la lengua, allá adentro, donde tartamudea el gusano manchando las cavidades de muerte y sexo.
Al atardecer de los suburbios y el átono rumor de los frigoríficos colmados de inútil alimento llegué de la mano de John Cheever, que sólo escribió un libro feliz, pronosticándolo (“¡éste será un libro feliz!”), lo que me hace pensar que acaso advertía la cercanía de la muerte y el paraíso donde las piscinas superan el horizonte.
A otra tierra más clara, y también más bestial, me condujeron Peter Mathiessen, budista tras ser hombre; Blaise Cendrars, un francés manco, seguramente insoportable, que hizo de la experiencia un circo de pulgas, y W.H. Hudson, un inglés compadrito vagueando por la cuenca del Paraná.
¡Vviajeros!, a ellos los frecuento para indemnizar mis déficits de héroes y tumbas: se venden unos a otros, benefactores en la militancia del mundo. Bruce Chatwin me llevó a Robert Byron y éste a Richard Burton, tres señoritos en los templos del dios sin nombre del desierto y los pellejos.
Borges me llevó a todos los que, alguna vez, soñaron con ser Borges.
Juan Rulfo y Cormac McCarthy, nocturnos, me enseñaron que las sombras azules de los caballos son la única salvaguarda cuando te persiguen las ánimas o la locura, quizá montada en uno de esos mismos caballos.
Porque lo maligno se escamotea en lo benigno, porque el napalm en la jungla quemó primero el pecho, como supe por Michael Herr y, desde otra guerra, el primer Vietnam, por Louis-Ferdinand Céline.
Robert Graves escribió para mí sobre la diosa de la niebla y los robles. Escucho ahora el rondó del lápiz sobre el folio. Joseph Mitchell escudriñó los papeles de Joe Gould mientras yo observaba. Veo ahora el ocaso frente a Manhattan. Don DeLillo me sostuvo en el estadio de beísbol. Acaricio ahora la piel añosa de la bola del home run.
La palabra clara para las emociones partidas, entrevistas apenas en las rendijas de tantas y tantas puertas, me la dieron Patricia Highsmith, Raymond Chandler, William Faulkner, Sam Shepard, Peter Handke, Carson McCullers, Flannery O’Connor, David Foster Wallace, William T. Wollmann… Toda esa gente con una cámara de cine ensartada en los ojos, como Melville, Conrad y Stevenson.
Toda esa gente sin metáforas.
Entre los de la palabra clara incluiría además a Hubert Selby en su «Última salida para Brooklyn». =)