Diez años después de hacer el retrato de arriba, que acaso pueda justificar su vida entera, Sybille Bergemann, afirmó que sufría de insomnio.
Dijo: «Me pongo a pensar en las fotos que podría hacer y aún no he hecho y no logró conciliar el sueño en toda la noche».
El peso del deber deviene en una forma de trastorno grave del sueño en ciertas latitudes boreales. Bergemann era alemana, la tierra de la pubertad reiterada, pero también de las sendas de Heidegger («prefiero ser un sócrates dubitativo, que un cerdo satisfecho»), el territorio donde prendó la creencia, difundida por Thomas Mann y ejecutada por Adolfo Hitler, de que «la belleza, como el dolor, hace sufrir».
No es injusto pensar que la fotógrafa no disfrutó ni una sola de sus fotos. Necesitaba padecer la siguiente para olvidar la anterior.
La mirada atónita de la muchacha, retratada en uno de esos momentos de parálisis del alma que las cámaras sólo perciben cuando se dejan manejar por una persona triste, es la misma mirada de ojos que nada esperan que Bergemann nos mostraría en uno de sus autorretratos, plantada frente a un espejo, con la Nikon ocultando el centro del pecho, el hogar de las arañas que pasean bajo tu piel en las noches que padecemos con los ojos tan abiertos como los tragaluces de un caserón.
Así como algunos asesinos necesitan utilizar una vez y otra la misma pistola pese a las incriminantes evidencias de las huellas dactilares en la culata y las estrías en las vainas de la munición, algunos fotógrafos no dejan de hacer autorretratos.
Fotografíen lo que fotografíen (un trío de niñas negras antes del oficio dominical, una pandilla de pícaros en una pausa del juego, una cadena de montaje, las piernas tautadas de una teen…), todo es doble dirección: la foto que va siempre regresa.
Los ojos de Kirsten, la niña de harina retratada por Bergemann, impávida como un plato de sopa, son ajenos al engreimiento de la queja. Su ánima, como la de cualquier insomne, pide sangre de alquiler y sabemos con certeza que es Bergemann quien implora la súplica: «tampoco hoy podré dormir, ayúdame».
Traigo hoy a tres fotógrafas de esta categoría, cronistas de sí mismas. Incapaces, por mucho que la paleta contenga otros colores, de salirse de los tonos primarios de su índole.
La segunda, Helga Paris, hizo sus mejores fotos en la década de los ochenta. Mientras el Occidente próspero se daba a la cocaína, la compra de segundas viviendas y otros desafueros, en Berlín Este soñaban con sacudirse las maldiciones.
En la serie Berlin Teenagers, Paris retrató a chicos en el bordillo de la vida, con las arrugas no del todo descuidadas. Pero era sólo eso, vestuario viejo, sangre de prestamista.
Porque todos maliciamos de las arañas, el muchacho afásico blinda el pecho con el símbolo universal del anarquismo, pero la letra A rodeada de un círculo («es el blanco, dispara») ha empalidecido y parece de contrabando, de un ceremonial de miércoles de ceniza.
Quizá la pose y la laca en el pelo pretendan que el efecto sobre el objetivo sea el de un partisano, un airado proto punk del Telón de Acero (los únicos punk que tenían derecho a serlo), pero los ojos tienen opacidad de estación ferroviaria y la pared no tiene vigencia, podría ser la de un templo copto, la de un centro de interrogatorios de la Stasi, la de una barraca de gulag…
La fotógrafa, una cronista de los que andaban apurados de caricias, elige el momento en que Pauer -así se llama el modelo- dirige la mirada hacia un punto ciego a ras de suelo. Estaría dispuesto a jurar que fue ella quien recomendó esa tangente, esa huida. «Mira hacia tu izquierda, abajo». Es el lugar hacia el cual miramos cuando escapamos de los espejos: a la izquierda, abajo.
Los muchachos de Ute Mahler nacieron con un lapiz negro en la mano. Ese único juguete les consintieron: la ciencia exacta de un universo asentado sobre el grafito.
Son deportados existenciales (tal vez una troupe nómada de un circo miserable) y todo el artificio (las manos sobre la sogra, los tupés silenciosos, la buena planta de potrillos sin domar…) empalidece ante la vergüenza del chico que se tapa el pecho como si alguien fuese a hurtarle el aire de los pulmones.
Siempre el pecho, ring de la batalla, tarima del fado, palazzo privado, prefacio sin obra.
Desconozco si las tres fotógrafas se conocieron. Es probable que sí. Sybille Bergemann, Helga Paris y Ute Mahler nacieron y trabajaron en el mismo tiempo de espasmos y en el mismo espacio opaco de la antigua República Democrática Alemana. Están hermanadas. Las unieron sin estruendo la convivencia con los vencidos, las batallas contra el hambre de pan y las tesis taciturnas de la vida basada en la exclusión.
Me pregunto, porque también lo desconozco y me aburre opinar sobre una materia tan imbécil como la biología, si la condición femenina también les concedió esa mirada como de párpados cauterizados que las obligaba, fuese cual fuese la foto, a autorretratarse.
En 1997, tres años antes de morir de cáncer, Sybille Bergemann, la fotógrafa que había perdido la capacidad de dormir porque la acosaban las fotos que le restaban por hacer, firmó su último gran reportaje: una serie de retratos de estudio de los actores de un grupo de teatro de minusválidos síquicos, heridos por la daga.
Estaban preparando una puesta en escena de Woyzeck, la «tragedia de los oprimidos» que el también alemán Georg Büchner, sorprendido por la muerte, no pudo concluir.
En uno de los cuadros de la obra, cuando el médico utiliza como conejillo de indias a Woyzeck para demostrar las consecuencias de la locura, las aberratio, el herido, el sufriente protagonista pregunta:
«Doctor, ¿ha visto usted alguna vez la naturaleza doble? ¡Cuando el sol está en el mediodía, como si el mundo fuera a estallar en llamas!».
Imagino a Sybille Bergemann, Helga Paris y Ute Mahler, tres huéspedes de los espejos, acompañando a Woyzeck en su deseo rebelde de no ver el mundo como un sumidero de angor angustiae, de proyectarse en el pecado luminoso de la vida de los otros, que es siempre nuestra misma vida doble.