En uno de los relatos menos desoladores del escritor Thomas Ligotti, al que mencioné hace poco, el protagonista imagina tres formas extremas de muerte que, si no me falla la memoria, son:
as últimas horas de la tarde de un otoño perpetuo.
- Un cuerpo congelado en la negrura, una noche perpetua de invierno.
- Una sensación de picor eternamente prolongada.
De tener la ocasión de optar, no sé ustedes, pero yo elegiría cualquiera excepto la tercera. Nada peor que un terrible picor que lleve tus uñas y luego, cuando las has desgatado, tus dientes, a desgarrar la carne a jirones.
He regresado al asunto mientras paseaba, nada tranquilo, entre los paisajes de delirio supremo del artista argentino Santiago Caruso (1982). También en su obra hay un impulso negro, una constancia de gusano, un desamparo sin puerta de salida. Sus personajes parecen estar destinados a la última opción de la trilogía mortífera de Ligotti.
Nada sabía de la obra de este autotildado «artista simbolista de lenguaje vanguardista» —la definición es de su web, que recomiendo para padecer, es decir, sentir que el vacío cotidiano se pliega y esconde sulfuro— hasta que le encargaron ilustrar una edición especialmente gótica de Jane Eyre, publicada en inglés por The Folio Society para celebrar el bicentenario de Charlotte Brönte.
En una pieza del diario The Guardian sobre su trabajo sobre el dramón victoriano, Caruso combina tres menciones que sólo en apariencia parecen antagónicas: el pintor dominico Fra Angelico, capaz de pintar a Cristo sometido a una burla; el soñador de horrores escondidos bajo piedras, en el fondo de los océanos o en brillos caídos del espacio H.P. Lovecraft, y la poeta-suicida que escribía con una tiza de la que siempre y de modo incomprensible nacían versos grises Alejandra Pizarnik.
Más tarde encontré en el bestiario del ilustrador al ciego Borges, vestido de gaucho, sentado en un terreno dictado por un geómetra loco y con cuernos naciendo del interior del craneo y atravesando las cuencas oculares para soñar laberintos.
El cuarteto, pese a que Borges ninguneaba a H.P. —el horror, decía Borges, nunca debe rebajarse con el uso de las descripciones, porque el horror ha de ser inenarrable y carecer de forma—, me parece la selección perfecta para una ceremonia impía o, si nos apetece ser mundanos, una borrachera inolvidable.
En una entrevista en la web Indie Hoy —perdonaré la nomenclatura de la cabecera, que ninguno de los cuatro citados en el párrafo anterior aceptaría sin una carcajada—, Caruso añade también como faros a dos músicos con sangre amarga, Nick Drake y Karen Dalton, blancos que merecían ser negros; al enloquecido Ambrose Bierce, desaparecido en la arena candente de México y, claro, al uruguayo Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, que cargaba la estilográfica con líquidos biliares.
El artista argentino, que llevó, con ayuda de músicos y otros artistas, improvisaciones gráficas sobre Los cantos de Maldoror a una serie de performances en las que me hubiese gustado estar, aprovecha para hablar de su geografía:
Si uno se mantiene al margen de la obra, si uno no la contamina y si la obra artística está en un lenguaje que desnuda lo que está más allá de lo real, hay algo que está más allá de todos, un poder.
Creo que tiene toda la razón. Para culminar trazando un círculo diré que encuentro en Caruso, como diría Ligotti, la certeza de que «el consuelo del terror en el arte es que en realidad intesifica nuestro pánico».
Gracias por la cordura