La campesina de la foto, una habitante de una pobrísima zona de la montaña peruana, amamanta a un cordero. La obra de la mujer que hizo la foto, Rosalind Solomon, está condensada en la imagen: ha viajado por el mundo para encontrar a quien nada tiene además de la piel y las glándulas.
Solomon tiene 83 años y sigue haciendo fotos. Todas pertenecen a la esfera de los sentimientos y buscan, además del registro documental, algunos de los secretos para que merezca la pena vivir. Los que ha encontrado la fotógrafa son muy simples: grupo, amigos, cariño, rituales…
Las fotos de Solomon, un cuerpo de trabajo de varias décadas y miles de ubicaciones, son un ejercicio de reflejo, un tránsito espiritual. Le permiten seguir cuerda.
Esta otra imagen, Contrabajo y fardo, tomada en Guatemala, está en el libro Chapalingas, una de las más bellas fotobiografías que conozco. Solomon aprovecha el blanco perturbador de los márgenes que abrazan las fotos para escribir pequeños poemas complementarios:
Ramón, ata mi cadáver con una correa a tu mula blanca. Lleva mi cuerpo por el sendero Chavín.
Entiérrame en el cementerio Pojoc. Vísteme para la foto con mi chaleco y mi sombrero de lona.
Rasguña en una piedra para marcar la tumba: «Ella cabalgaba a las alturas guiada por un extraño».
Solomon se casó joven con un diplomático y cumplió con los usos sociales: fue madre, llevó una casa, atendió las necesidades de los suyos… Había comprado una cámara para dejar constancia de esas grandes pequeñeces y, poco a poco, empezó a dejarse cautivar por el poder de los prismas fotográficos. Para aprender a manejarse en el cuarto oscuro que había instalado en una caseta del jardín del domicilio familiar, trabajó como ayudante eventual de la tajante Lisette Model, de quien recibió un consejo técnico («no te preocupes de la luz y el encuadre, sólo importa la foto») y una recomendación radical: «Eres una artista. Debes ser egoísta y no entregar demasiado tiempo a los demás. El matrimonio es un problema porque los fotógrafos necesitan libertad. Tus hijos han crecido, tu trabajo cívico ha terminado, tu marido necesita la soledad tanto como tú… Ahora debes ser libre para hacer fotos».
Desde 1975, cuando ya tenía 45 años, Solomon se ha entregado a las fotos con una intensidad que no admite dudas. Retrató a enfermos de sida en los primeros años de la pandemia —la exposición Portraits in the Time of Aids, 1988 está ahora en cartel en una galería de Nueva York—, entró en las secciones de hospitales dedicadas a los heridos de gravedad, se desplazó a países de Centro y Sudamérica donde la adversidad es crónica, indagó en las huellas de la violencia étnica en África…
De la enorme cantidad de fotos que ha tomado, sea cual sea el tema, ninguna es cerrada: el estilo de Solomon, su grandeza, es mantener abierto un espacio vecino que nada tiene que ver con la narración descriptiva, como animando al espectador a llenarlo.
En los últimos años, ya octogeneria pero tan vital como siempre, se ha atrevido a realizar pequeños vídeos. En A Woman I Once Knew, que ganó el premio al mejor corto experimental del Festival de Cine de Nueva York de 2010, habla, medita, baila y reflexiona sobre ser vieja, ser espiada, ser un monstruo en una sociedad regida por la dictadura juvenil y la apariencia de felicidad…
Rosalind Solomon sigue manteniendo la capacidad de enfrentar la mirada a la muerte, la enfermedad, la soledad y la miseria. No lo hace para dar testimonio de lo chocante que resultan el mundo y la vida, sino porque sólo sabiendo reconocer las formas del dolor seremos capaces de repararlo.