“He enfocado durante toda mi vida a los pobres. Los ricos ya tienen sus propios fotógrafos», dijo en 2003 Milton Rogovin, que murió ayer a los 101 años de edad.
Tenía razón: ya hay sobrados (en todos los sentidos) fotógrafos especializados en editoriales de moda, retratos de estrellas de cine, photocalls de celebrities o posados de intelectuales-gadget.
Durante medio siglo, Rogovin se encargó de retratar el otro mundo, más ancho y diverso que el maquillado que nos muestran los fotógrafos académicos de grandes paisajes, grandes personajes, gran aparataje e insignificante conciencia.
Rogovin estuvo en los humilladeros de las minas de carbón, en las esquinas veladas de los Apalaches, en el Chile donde brotaba la esperanza allendista (invitado por Neruda), en los pueblos de olvidado adobe de Yemen, en los barrios de sudor y sangre del Lower West Side de Buffalo, en las reservas-gulags donde languidecen los indios de las praderas…
En los tenebrosos años cincuenta le acusaron de ejercer el comunismo con una cámara de fotos. Rogovin consideró la acusación como un halago y siguió haciendo fotos. Era su forma de profesar, en silencio, la religión sin dios de los olvidados.
Hijo de inmigrantes lituano-judíos, nacido en Brooklyn en 1909, óptico de profesión inicial, izquierdista porque sí y fotógrafo honesto, Rogovin deja miles de negativos. Ninguno de ellos murió el martes.
¡Fantastico trabajo!. La fotografía real, sin artifícios, ni trampa.