El hombre que atacó a un militar antiterrorista francés había estado rezando, nos acaba de informar Le Parisien.
El mismo diario ofreció una muestra de su rigor informativo cuando dijo que el agresor llevaba chilaba, prenda que, como sabemos, identifica al malaje contemporáneo, para ahora sostener —sin admitir el error inicial— que vestía un jerseicito atado a la cintura, esa norma de etiqueta urbana de la que quizá los parisinos, musulmanes o no, tomaron nota en el barrio madrileño de Serrano o en las inmediaciones de la calle Génova.
«Había estado rezando». La circunstancia se esgrime como prueba de cargo. Rezar es cosa de psicópatas, integristas o, según mis amigos comunistas (sí, existen), crédulos parias.
Me gusta la gente que reza. Musitar una oración es en estos tiempos una caricia privada y un acercamiento a la poesía.
Mucho mejor rezar que practicar como única comunión la redifusión de tweets o de tu lista de reproducción de Spotify —¿por qué quieres imponer banda sonora a mi silencio?— o pulsar un like como prueba de vida, es decir, contribuir a que las factorías del 2.0 mantengan en funcionamiento sus crematorios espiritiuales.
Mejor rezar.