Han mejorado los trenes en Galicia: ahora son aseados quirófanos a 150 km/h.
En Pontecesures subieron un par de negros subsaharianos que olían sudor y una anciana de luto estricto y arrugas cinceladas por el salitre que olía a muerte y apretaba el asiento con las manos como temiendo que se tratase de un instrumento de eyección. Los tres se apearon en Vilagarcía, donde ajusté la mirada para intentar descifrar un jeroglífico del pasado, cuando me traían a la villa para dos semanas de veraneo en una pensión a pie de playa, pagada con el dinero que enviaban mis padres desde la emigración venezolana a mi madrina Maruja, que se había quedado a mi cuidado…
Sólo encontré el ladrillo vista de las promociones inmobiliarias sin terminar.
El corredor ferroviario atlántico, como llaman al tramo de tren que discurre entre A Coruña y Vigo, trazando una paralela con el océano, se acerca mucho a la costa a partir de Catoira. La luz de la mañana invernal era benévola, pero yo estaba muy cansado por una noche en vela y el viaje en avión desde Madrid. Circular en tren conlleva una ligera forma de aturdimiento que, si además estás roto, hace que las percepciones te jueguen malas pasadas. Por un momento pensé que aquel territorio inexplicable —la ría hendida en valles nebulosos, las fábricas abandonadas, la miseria palpable, el escaso cariño que los habitantes demuestran por el país…— tenía una musicalidad que todavía soy capaz de entender.
Mis padres me esperaban en Pontevedra. Los vi en el andén antes de que ellos me vieran. Mi padre enseñaba los dientes en una mueca de inquietud que es intransferible de los González y mi madre miraba al vacío con sus ojos cada vez más claros.
Era la primera vez que nos encontrábamos en la ciudad en la que viven ahora, internos en una residencia pública de ancianos. No me hago a la idea de que ya no estén en la aldea, de que la casa ya no les pertenece, de que quizá yo no regrese nunca a aquel escenario donde hubo manzanas, pan y miel y mi apellido, mi linaje de campesinos, tratantes de ganado y carniceros, todavía significaba algo, fuese lo que fuese.
— La barba te sienta bien, pareces muy serio, dijo mi madre.
— ¿Cuántos años cumples en febrero?, preguntó mi padre desde su planeta.
Caminamos. Yo arrastraba mi trolley. Éramos una absurda procesión en la antigua zona militar de la ciudad. En el trayecto paramos para tomar un café. La camarera trajo pequeños bollos de regalo que los tres miramos sin emoción.
En la residencia fue necesario pedir permiso para que me dejaran subir a la habitación del último piso, el cuarto. Mis padres se dirigieron a la recepcionista para pedirle el favor.
— Ya saben que no se puede, porque si uno quiere después quieren todos y la que se lleva la bronca soy yo…
Mis padres la escucharon con la vista baja, como niños que reciben una reprimenda.
— Que suba, pero que baje rapidiño, ¿vale?, dijo finalmente la empleada, entregándome un colgante donde estaba escrito «visitante».
La gran cantidad de luz no hacía menos triste el dormitorio de dos camas y cuarto de baño compartido. Fotos de los dos hijos y los seis nietos, la Biblia con encuadernación de piel que yo leía de niño en Caracas, la placa de honor de la parroquia, los frascos de medicinas, la ropa en el pequeño armario empotrado de puertas correderas…
Me pasearon por la residencia: capilla, biblioteca, sala de lectura, de ordenadores…
[tras casi un mes intentando en vano seguir, lo dejo, no encuentro la forma, las palabras, ni siquiera los sentimientos]
….profundamente emocionado.
Gracias, Segun
Hago también mías las dos palabras de según, Jose.
Un abrazo, David.
Me quedo leyéndolo y releyéndolo, clavada aquí. No tengo palabras, ciertamente. Sólo, quizás, decirte, que tienes que escribir un libro, muchos libros, tu nostalgia es tan tangible como bellamente intangible.
Gracias por el cariño, Mónica.
[…] la imagino tanteando el empedrado de Pontevedra, el frío enlosado de la residencia, el pasillo de la capilla donde dirige el rezo diario del […]