René Groebli retrata el único paisaje indispensable: los restos de la noche perpetuados en la orografía aún tibia de las sábanas y el cobertor, la cama barata, el batín, las zapatillas como un par de dijes sobre la patria del suelo que nos sostiene, los restos del desayuno compartido…
Algunos acotan el retrato del amor. Pueden ser ejemplos opuestos Edward Weston, que vaga por la perfección de la carne con los modales académicos de un biólogo, y Larry Clark, reductor de la poesía al trueque sexual y defensor del papel del fotógrafo como mirón.
En 1953, en un hotel barato de París —quizá no exista otro escenario posible, tampoco uno más apto (el amor no requiere tarifas y se ennoblece con la pobreza)—, el suizo Groebli, que tenía 26 años, dictó una de las más hermosas lecciones de fotografía de la historia. No fue escenógrafo de modelos, tampoco se atribuyó el altivo papel de voyeur con derecho a gozo pasivo.
Groebli, discreto pero encendido, armado con la austeridad invencible de cualquier enamorado, retrató la luna de miel con su mujer, Rita.
Estaban casados desde 1951 pero la falta de dinero y la tiranía del trabajo habían impedido la celebración privada del rito del viaje de bodas. Dos años después pudieron irse a la capital francesa y, hospedados en una pensión económica, se amaron como si fueran novios.
Groebli, que por entonces se dedicaba a la fotografía industrial y publicitaria, decidió documentar la luna de miel. El resultado, The Eye of Love (El ojo del amor), estremece: es una de las colecciones más dulces y palpitantes de imágenes sobre la alquimia del amor.
Como el enamorado que todos fuimos, que todos estamos obligados —porque lo deseamos— a seguir siendo, el fotógrafo se rinde, baja los brazos, olvida los pormenores técnicos, y mira a Rita a través de la cámara con la conciencia de que su mujer es extranjera, extraterrenal. Si fuese posible el juego temporal de trasladar el futuro al pasado, me gustaría imaginar que en el cuarto de la pareja Dusty Springfield está cantando The Look of Love: La mirada del amor está en tu cara / Ajena al tiempo / Porque eres de otra parte del mundo.
Groebli no ha querido envilecer con figuraciones o conjeturas las fotos de aquella luna de miel. Se ha limitado a constatar lo que las imágenes murmuran —la media voz, el bisbiseo, es condición primordial para el amor—: «Intenté retratar la atmósfera de los hoteles franceses. ¡Había tantas sensaciones!: el mobiliario viejo del hotel barato, el amor bordado en las cortinas… Y yo estaba enamorado de la chica, mi mujer. Las fotos son como una novela. Mejor, como un poema. ¡Dejemos que nos hablen!«.
El tiempo ha aproximado al fotógrafo a la fama. Groebli ha firmado más fotoensayos poéticos —siluetas de árboles quemados, la visión existencial de los viajes ferroviarios, las sombras melancólicas de Nueva York, desnudos donde lo explícito ha de buscarse por debajo de la superficie…—, pero su mirada nunca ha dejado de ser huseped del cuarto de la luna de miel.
René, Rita, una habitación de hotel, el cuello, las medias, el perfil del abandono, buscando tesoros, saqueando fondos marinos, viviendo con un tiempo caducado, enmudecido por las arrugas de las sábanas… Nunca elementos tan mudos compusieron un idioma tan caliente.