Leí por primera vez Rayuela cuando yo tenía 17 años y el libro 9. Ya conté las circunstancias: me puso la novela de Julio Cortázar en las manos el cura dominico que nos enseñaba Literatura en el bachillerato caraqueño que me tocó en la lotería de la vida.
«Éste libro le va a gustar, González Balsa», dijo al repartir obras literarias entre cada uno de los alumnos al principio del curso. Teníamos los meses siguientes para hacer un trabajo que tendría tanto o más mérito que los exámenes.
No supe sé qué nexo pudo adivinar el cura entre el libro que ahora cumple medio siglo y aquel muchacho que era yo en 1972: idiota, muy tímido y extraviado en una adolescencia afásica. Me di cuenta pronto, tras unas pocas páginas, de que el cura era un demiurgo.
Rayuela desmontó mis percepciones, fue mi primer viaje psicodélico (y patafísico), la entrada en la víscera de brea del jazz, la comunión con el ajenjo…
Hice de aquel ejemplar, la mítica edición negra de Sudamericana, una especie de diario de cabotaje, anotando en cada margen las pavadas que me correspondía imaginar, las referencias cruzadas con las que me iba encontrando, los desvaríos y las tragedias…
La copia, una especie de Biblia de páginas despegadas, una novela apropiadamente desvencijada, me acompañó durante años y, acaso como corresponde a un libro que también era un pedazo de mi carne, terminó perdido en un préstamo o un traslado, no lo recuerdo.
Releí Rayuela decenas de veces. La última, hace unos años, terminó mal: nada de mí encontré en el libro y nada del libro me parecía propio. Sin embargo, traje un ejemplar en mi última migración, cuando tuve que reducir mi biblioteca a los pocos ejemplares que entraban en las maletas. Nunca lo consideraré, como hacen otros con taimada indulgencia, como un libro ridículo para adolescentes.
El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla, la ética.