[foto: jose ángel gonzález]
Los camilleros meten al hombre en la ambulancia tras amarrarle con cintas negras el pecho y las piernas de tal forma que parece llevar brazaletes de luto por sí mismo e inclinan el armazón de la camilla en un ángulo reducido pero suficiente para que los demás veamos la cara del hombre, exhibido en el plató de la tarde de septiembre, alumbrado por las luces de emergencia de la ambulancia, besando fosfóricas los labios del hombre, a quien manejan los camilleros con trajes de luminotecnia y modales entre aburridos y enojados porque los automovilistas esperan “en punto muerto”, como dice uno de ellos en una broma feroz que no tiene en cuenta al hombre o tal vez sí, porque quizá todos tenemos en cuenta al hombre y asistimos al alzamiento, la nueva crucifixión hacia el interior cromado del vehículo de asistencia, detenidos en un satori que armoniza con la cadencia de la radiofórmula que el cien por cien de los automóviles sintonizan mientras esperan que termine el proceso mecánico, calculado para causar el menor trastorno posible a la productiva tarde urbana de septiembre, coagulada y en la que nadie se mueve excepto la pareja de camilleros, en una pieza de teatro enigmático pero irreprochable cuando el dispositivo hidráulico hace crac en un volátil gemido, dando a entender a todos, porque sabemos interpretar los códigos del ruido gracias a la publicidad y los vídeo clips, que estamos en el segundo nudo de la trama, cuando las barras de aleación ligera de la camilla, fabricada por la misma corporación que produce las papillas que comen nueve de cada diez bebés occidentales, son trabadas y ancladas dentro de la ambulancia, devolviendo al hombre a la horizontalidad y los camilleros cierran el doble portón trasero en una secuencia sin cortes y avanzan hacia la cabina de la ambulancia, que arranca y sale de escena por la derecha.
[Publicado en la revista Calle 20 – PDF]
Tags: punto muerto
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