Querido Paul,
He sabido de tu muerte entre capilares intravenosos e instrumental médico. Estoy seguro de que nunca soñaste un final tan absurdo —el accidente de bicicleta, la lesión cerebral, la absoluta dependencia…—, pero me consuela pensar que, como cuenta tu viuda en el blog, celebrabaste hasta el último momento las canciones de Buffalo Springfield, añadiendo al clímax de guitarras cruzadas de Stills y Young, siempre enemistadas en la más dulce pelea, la extraña sonrisa de los heridos, ese gesto plagado de dientes que nunca termina de gustarnos a quienes quedamos atrás, asustados como niños tras una pesadilla de venteros y diablos.
A los lugares de mis residencia sobre la Tierra nunca llegó Crawdaddy!, el fanzine que convertiste en la primera revista de rock, pero sabía de ella, era un producto del territorio mítico al que sólo he podido llegar quizá demasiado cansado ¿Cómo no saber? ¡Entraste en las grabaciones de Smile por invitación expresa de Brian Wilson! ¡Llegaste a Woodstock en el mismo helicóptero que Jerry García! ¡Dylan te consintió varias entrevistas! ¡Saludabas a John Fogerty por su nombre de pila! Mereciste más admiraciones que algunos otros que mueren habiendo vendido la dignidad y son llamados genios, héroes, faros…
Deberíamos escuchar, como tú en los últimos momentos hospitalarios, cómo se parten la cara a guitarrazos Stills y Young. Sólo esa verdad importa: la sangre y los diablos de la música que amamos y que, ahora lo sabemos, permite que borremos la insoportable visión de los dientes de los lesionados.