Quizá quienes sólo conozcan la España de los años setenta a través de los libros de historia y alguna que otra documentación audiovisual, realizada para mayor gloria de la familia Borbón o cierta clase política, imaginen una tierra polvorienta, sin ánimo, doblegada y sólo esperanzada gracias a las células de la izquierda estalinista, que en aquel entonces aún predicaba el santo evangelio de la Madre URSS.
Por las rendijas de la dictadura ciertamente tenebrosa de Francisco Franco se colaban, sin embargo, productos culturales (llamarlos así entonces era impensable: la cultura no era un producto excepto en el caso de Dalí, Cela y otros pesebristas) que, al ser rescatados desde el presente, estremecen por su valiente arrogancia, su frescura radical y la alternativa utópica que proponían (ni dios ni amo, sin ir más lejos) entre tanto arribista en espera de la muerte del tirano para lanzarse al ruedo de la vida pública (y así nos ha ido).
Hablo de 1971, todavía un año de hierro (en diciembre de 1970 se había celebrado el Proceso de Burgos, un juicio sumarísimo militar y sin garantías procesales que acabó con seis condenados a muerte, luego conmutadas), con el dictador lúcido -si es que alguna vez lo estuvo-, los gerifaltes del fascio mandando en los cuarteles y los políticos tecnócratas haciendo negocios harto lucrativos que han cimentado algunas de las fortunas que aún padecemos.
Había música, claro. Serrat lanzó Mediterráneo, su disco más ligero; Aguaviva, una insufrible coral progre con espíritu de seminario, editó Apocalipsis; Miguel Ríos, que ya labraba su imagen de Gran Colega, Unidos… Una soberana paliza.
Para nuestra salvación también había locos:
Hoy quiero hablar en la sección Top Secret del blog de un disco que me acompaña desde la primera vez que lo escuché y me seguirá acompañando, tal es su poder sobre mí, hasta que me caiga muerto. Lo considero tan importante como la santa trinidad de 1966: Blonde on Blonde (Bob Dylan), Pet Sounds (The Beach Boys) y Revolver (The Beatles), tan emotivo como Another Green World (Brian Eno, 1975) y el primer álbum de Veneno (1977).
Jo, la donya i el gripau, de Pau Riba, fue la constatación de que los músicos españoles también buscaban y se afanaban en la trascendencia. Encendió una luz.
El disco es una respuesta política. A Riba y su mujer, Mercè Pastor, embarazada de ocho meses, los había detenido la policía a finales de 1970 porque vivían en una comuna en Barcelona y fueron denunciados por indecencia por los caseros. Con lo puesto se largaron a Formentera, arcadia de los hippies nacionales y europeos. Nuestro Katmandú era una isla.
El disco fue grabado en un magnetofón Nagra a pilas por Riba y el guitarrista Toti Soler en la casa, sin luz, agua corriente y gas, donde se establecieron el músico y su mujer y nacería el primer hijo de la pareja, Pauet (el gripau del título).
Es una de las obras musicales más pegadas a la tierra que conozco. Destila belleza, candor y reposo, pero, y ésta es la característica que lo separa de otras músicas de su tiempo y área cultural, es astral, sicodélico, alucinado...
He seguido desde lejos la carrera posterior de Riba, atribulada, loca, de profeta atrincherado en su púlpito. En su defensa hay que señalar que sigue en la brecha y ha superado a los censores maximalistas -como todos los nacionalistas- de El Setze Jutges que en 1967 le le habían prohibido la entrada en el club porque no era suficientemente afrancesado y prefería el rock and roll.
Me gusta pensar -y me consuela, ¿por qué no?- que mientras Pau Riba grababa Jo, la donya i el gripau, Daevid Allen trabajaba en Banana Moon, Kevin Ayers en Whatevershebringswesing, King Crimson en Formentera Lady, Pink Floyd en Echoes…
Me consuela sentir que fui parte, contra las miserias del franquismo y el antifranquismo, de algo que no tiene nombre y que no merece bautizo.