Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
Fumo en el patio por respeto hacia nuestra roommate, que no es fumadora. Los vecinos de mi pasillo —tres, todos orientales— me sorprenden agachado junto a la puerta, con una taza de porcelana blanca de café —tengo tres, idénticas, compradas en un bazar oriental del barrio—, el cenicero y el Camel. Me saludan, les saludo.
Uno de ellos, el más joven, viste ropa de marca y tiene aspecto de estar muy cansado.
Reconozco la vida tras las ventanas de la casa de enfrente —blanca, con bajantes de aguas sucias a la vista—: la pareja que cocina en común, la chica que cierra la guillotina del cuarto de baño cuando me advierte mientras se cepilla el pelo, la botella de Jameson sobre el frigorífico…
Me gusta el patio. Es un buen spot para hacer fotos. Ayer sobreimpuse varios negativos en la Holga.
Así veo el patio: gajos de madera blanca. Contra el tiempo.