El «gabinete de las maravillas», como lo definen los promotores, está construido a mano en madera de roble, forrado en el interior con «exuberante» tapicería de terciopelo y embellecido en las guarniciones de las esquinas y la hebilla con herrajes de metal forjado. Mide 47 centímetros de largo, 40 de alto y 15 de ancho.
Lo realmente valioso está dentro: 800 canciones digitales remasterizadas, interpretadas por 172 artistas y almacenadas en un USB metálico y con acabado vintage; seis elepés de vinilo de 180 gramos de color cobrizo y etiquetas con pan de oro; dos libros de tapa dura y encuadernación de lujo (360 y 250 páginas), y 200 reproducciones facsimilares de anuncios publicitarios de época.
Una tentación perturbadora si me sobraran 400 dólares (unos 290 euros) —que no es el caso—. El precio de venta de The Rise and Fall of Paramount Records 1917-1932, Volume 1 es la único objeción que le aplico a este tesoro concebido para que los tipos normales —es el caso— rondemos la tentación de delinquir —no voy a ser tan estúpido para afirmar que es el caso— en una de las redes de música compartida P2P que a estas alturas deberían gozar del privilegio de benefactoras de la humanidad.
El maletín de roble es el último objeto de fanatismo del cada vez más grotesco negocio musical. Está editado por empresas muy queridas, Third Man Redords —del metomentodo Jack White— en alianza con Revenant, la discográfica que fundó antes de morir el guitarrista libertario John Fahey, que terminó empeñando los instrumentos porque nadie quería escucharle. Es decir, un par de firmas que gozan del salvoconducto de lo indie, aunque, como las major, también gustan de exprimir las carteras de su clientela.
La música que han metido en la lujosa funda de roble, esa madera que también da muy buenos resultados para fabricar ataúdes, es de dominio público, lo cual quiere decir dos cosas: uno, no han pagado ni un centavo por derechos de autoría y publicación, y dos, es posible conseguir toda la música en el mercado (legal) a precio más apto para los tiempos que corren, aunque nunca en una presentación tan llamativa y aparatosa.
La historia de Paramount Records es una parábola que puede parecer bíblica. La empresa, fundada en 1910, era una filial de una fábrica de sillas que, al recibir un pedido para la construcción de los armazones de madera de algunos fonógrafos, decidió aprovechar para expandir el negocio a la grabación y edición de discos.
Los propietarios eran anglosajones y la sede de la factoría no estaba en el profundo sur del blues, sino en Grafton, un pueblucho del blanquísimo Wisconsin. Con muy buen gusto y una voluntad que combinaba el negocio con la intuición, los empresarios decidieron dedicarse a la race music (música racial, expresión aplicada a los discos pensados y comercializados para negros en un mercado que, como la sociedad, padecía la segregación).
Entre 1918 y 1935 Paramount fue el gran útero de la música de la que emergerían en pocos años, en progresión de volumen y audacia, el blues eléctrico urbano, el rhythm and blues y el rock and roll. En el vetusto estudio de la fábrica de sillas grabaron discos de laca de 78 rpm nada menos que Charlie Patton, Son House, Blind Lemon Jefferson, Skip James, Papa Charlie Jackson, Ida Cox, Geeshie Wiley, Ma Rainey y otros cuantos centenares de artistas. A veces, si me pongo pragmático, considero que son mis verdaderos padres.
De esa mina de oro se nutre The Rise and Fall of Paramount Records, del que habrá un segundo volumen en unos meses: blues lascivo, ragtime rijoso, vodevil caradura… Todo inmensamente bello —sólo se me ocurre compararlo en intensidad con la obra de Camarón, el único verdadero bluesman de este lado del Atlántico— cantado por hombres y mujeres que bebían mucho, lo gastaban todo, se metían en camas ajenas, creían en la expiación de los pecados y vagaban por el mundo como almas muertas excepto cuando cantaban: entonces eran la santísima providencia encarnecida, ángeles bautismales.
Dicen que de la maleta de roble sólo han editado cinco mil copias numeradas. Deje que se agoten, que las compren los repelentes. El blues no debe venir encerrado en ataúdes de lujo sino en mortajas.
[…] Conocemos suficientes pormenores del lugar y el momento. Finales de mayo de 1930 —a los protagonistas les importaba poco la depresión económica cuyo cénit atravesaban los EE UU: habían nacido sin nada y seguían viviendo con lo mismo: un traje, un sombrero, una guitarra mellada y monedas para otro vaso lleno de destilado ilegal. El pueblo es Grafton (Wisconsin), sede de la discográfica Paramount, un lugar sagrado del que ya hablé en otra entrada del blog: […]
[…] Conocemos suficientes pormenores del lugar y el momento. Finales de mayo de 1930 —a los protagonistas les importaba poco la depresión económica cuyo cénit atravesaban los EE UU: habían nacido sin nada y seguían viviendo con lo mismo: un traje, un sombrero, una guitarra mellada y monedas para otro vaso lleno de destilado ilegal. El pueblo es Grafton (Wisconsin), sede de la discográfica Paramount, un lugar sagrado del que ya hablé en otra entrada: […]