[Las fotos son buenas mediadoras con el pasado, acaso menos sereno pero sin duda más vibrante en letras. La unión de éstas —tomadas hace unos dias en el venturoso azar de las calles— me empujó a la relectura de un texto abandonado que me atrevo a compartir. De antemano anoto que el 100% es biográfico y que el, digamos, 90% sucedió tal como está contado. Sólo revelaré que el vicepresidente era Alfonso Guerra]
I’ve got the fever
down in my pockets
Bob Dylan
La noche antes de morir, Adolfo sueña de nuevo que camina por una avenida sin tráfico. Está calzado con un par de zapatos de suelas rotas y despierta con una hoguera en el pecho porque quiere recordar. Pero, cuando lo hace, el sueño ya no es el mismo. Entonces ve unas cuantas gotas de sangre seca moteando la sábana. La uña de un dedo del pie derecho, quizá demasiado larga por el abandono, se ha clavado en la carne. La incisión no le molesta, pero el dedo parece algo hinchado.
Otra vez se ha quedado dormido más allá del timbre del despertador. Bebe un vaso de agua de grifo y, sin lavarse, se viste con la misma ropa del día anterior para salir a la calle. En el ascensor, comprueba si la grabadora tiene pilas. Abre el aparato como si fuese un joyero y aprieta la tecla roja para hacer una prueba de voz.
— Baterías, carga, importante —dice en voz alta.
Rebobina la cinta, aprieta la tecla de reproducción y se escucha a sí mismo:
— Baterías, carga, importante.
Tiene veinte minutos para llegar a la urbanización. Es suficiente. De camino sintoniza en la radio una emisora donde programan en círculo seis o siete canciones casi idénticas unas a otras y dos docenas de anuncios publicitarios muy distintos entre sí. Como se ha quedado sin cigarrillos, aprovecha unas cuantas pavas mal fumadas que rescata del cenicero.
Conduce sintiéndose liviano, despertando poco a poco, a golpes de luz. Llega sin incidencias aunque sin saber muy bien cómo, víctima frecuente de las amnesias parciales, de no saber qué ha sucedido, por qué lugares ha circulado, qué milagrosa casualidad lo ha trasladado al lugar donde está.
Ante la casa de piedra blanqueada donde el vicepresidente toma el sol, los policías pasean en parejas, dejando a la vista, mal disimuladas bajo las chaquetas de loneta azul, las pistolas SPK 28 de quince tiros, gordas como grandes atunes en las cajas de hielo de la lonja pesquera.
Antes de que Adolfo salga del coche, los demás periodistas ya le están hablando. El gremio no padece de las cuerdas vocales.
— Buenos días, Señor Almohada —dice uno.
— Las legañas no te sientan mal, pareces más interesante que de costumbre —dice otro.
Busca acomodo y se sienta en una roca, bajo la escueta sombra de algo, una mata informe, que hace diez años quizá fuese una chumbera.
Cada matón parece más voluminoso que una familia entera en una foto de época. El jefe de la escolta es amanerado. Lleva una camiseta blanca y sin mangas bajo la chaquetilla. También él, como sus compañeros de tropa, guarda los cigarros en el calcetín y la semiautomática en una cartera de mano.
Un periodista cuenta que ha entrevisto las piernas desnudas del gran hombre tras los setos de la piscina.
— La televisión engorda: es más flaco al natural. Ya sabes, la fortaleza de los alfeñiques —dice.
Adolfo pide un cigarrillo al jefe de los policías y entabla una conversación.
— En escoltas, trabajo en escoltas —dice el guardaespaldas.
— ¿Habrá declaraciones?
— El vicepresidente sólo hablará con vosotros tres minutos, sólo tres minutos.
— ¿A dónde va después?
— A nadie sabe dónde. Nadie lo sabe —contesta como uno de esos locutores de show de tarde que siempre repiten dos veces el final de cada frase.
— Me fascina cómo hablas, con las palabras exactas, las buenas, las que encierran los verdaderos significados —dice Adolfo.
El policía sonríe.
— Podría romperte las ganas de vivir, plumilla. Ni siquiera me haría falta tocarte con la mano para hacerte sangrar. Ni siquiera.
El vicepresidente asoma por la puerta de metal del vallado de piedra. Espera a los periodistas antes de subirse en la flecha negra con conductor. Usa unos lentes de miope que le agrandan los ojos.
Los periodistas encienden las grabadoras y se miran unos a otros mientras él habla.
— Hemos decidido adelantar el toque de queda para ahorrar dinero. No podemos pagar tanta energía. Quiero transmitir este mensaje, asegúrense de emitirlo íntegramente. Primero, la situación es la misma desde hace dos meses y será la misma dentro de diez años. Segundo, solamente podéis hacer una cosa: obedecer y colaborar. Y tercero, sólo podéis hacer eso porque, cuando se os pase por la cabeza hacer algo distinto, allí estaré yo para evitarlo. Soy el cerdo que os merecéis. No me importa decirlo.
El brazo de Adolfo tiembla. Cambia el aparato de mano. Mi brazo conectado a una micrograbadora, ¿por qué temer?, piensa.
Tras la declaración, el vicepresidente no admite ninguna pregunta. Sube al automóvil y sale a gran velocidad junto con otros vehículos idénticos, de lunas tintadas y aspecto pesado.
Camino del diario encuentra a Torres, uno de los veteranos. Barbudo, con antiparras de carey, un Valle Inclán lisérgico en la nómina de un diario de provincias. Cuando Adolfo era un recién llegado, Torres le tomó cariño y, en cierta ocasión, le dio un consejo:
— Esconde siempre tu corazón.
Torres tenía un amplificador Marshall en casa y tocaba a la guitarra All rigth now, cantando con la misma voz de hollín de Paul Rodgers. Su reportaje culminante fue una crónica ninja sobre la muerte de un niño al que mordió una serpiente escondida en el caballo de madera de un tiovivo. Le habían enseñado que no hay buenas ni malas noticias y la suya era la mejor porque era falsa, la había inventado. El niño, el tiovivo, la serpiente…, todo era imaginario: ficción publicada entre la realidad. “La víbora disimulada en la madera carcomida del carrusel”, así era el tono. El diario jamás rectificó, pero a Torres lo mandaron a descansar. Cuando se reincorporó, el periódico se había transformado en una empresa multimedia y le asignaron una emisión diaria de humor en la cadena de radio.
— ¿Tienes al vicepresidente? —pregunta Torres.
— Fue poca cosa —dice Adolfo.
— Inyéctale equívoco y la harás grande. No te conviene ser demasiado budista.
— Supongo que querrán llevarlo a primera.
— Unos chicos murieron esta madrugada porque su coche chocó contra una mula. Tienen la foto de la mula. Está viva, íntegra. El vicepresidente no tiene nada que hacer frente a una mula.
Entran al edificio, colocan la ficha magnética en el lector de códigos y, cuando pasan bajo el detector de metales, Torres dice al vigilante jurado:
— Deberíamos ventilar la habitación, huele a cerrado.
Adolfo está mareado de nuevo. Ningún médico sabe diagnosticar el mal. El primer vértigo le asaltó mientras conducía atravesando las llanuras del norte. Notó un brillo en el cristal y el asfalto se le vino encima, agigantado en una ampliadora fotográfica.
Después de muchas pruebas que no demostraron nada, terminaron por instalarle un diminuto cartucho regulado por un chip que libera ansiolíticos de forma continua a través de un microcapilar que le atraviesa la piel de la muñeca. Pero el incesante riego de medicamento no es suficiente y Adolfo intuye que el mal está escrito en su código genético de una manera intrincada.
Se sienta en la mesa. Las operarias de la contrata de limpieza han vuelto a sacar brillo a la superficie del escritorio.
Enciende la computadora y lee el salvapantallas, donde la empresa coloca cada día un mensaje. El de hoy es: “Todos necesitamos alguien que cuide de nosotros. Nadie mejor que nosotros mismos”.
Por la línea telefónica interior, recibe una llamada de la secretaria de dirección.
— El director quiere verte.
Sube a la última planta y entra en el despacho con tres teléfonos, diez pantallas electrónicas de otras tantas redes de información y una foto dedicada del Rey con cara de bofetada que preside el Estado. En una de las paredes, en un holograma, el vicepresidente aparece visitando la sede del diario, rodeado de algunos de los guardaespaldas con los que Adolfo acaba de compartir la mañana.
El director habla por teléfono y, con un gesto, señala a Adolfo una de las sillas.
— Quiero algo con muchos nombres y lugares. No me conformaré con otra cosa —está diciendo.
Es un hombre de baja estatura, que habla con la peligrosa suavidad de los antiguos seminaristas.
En una ocasión, el director invitó a Adolfo a almorzar. Fueron a un restaurante barato, con una clientela de empleados tristes que picoteaban ensaladas con aliño de aceite vegetal. El director derramó tres lágrimas sobre el pescado frito mientras conversaba sobre las amarguras de la vida.
Cuando cuelga el teléfono, dice a Adolfo:
— He visto los despachos de agencia. Vamos a llevarlo a primera.
— Bien, haré lo que pueda.
— Siempre quiero que hagas más de lo que puedas. Buena suerte.
Adolfo le mira a los ojos y comprueba que el director tiembla por despacharle cuanto antes. Sabe que Adolfo vió el llanto sobre el filete de pescado blanco.
—Tengo que decirte algo con sinceridad: admiro tu trabajo.
Adolfo sabe de memoria la frase siguiente. El director la repite cada vez que hablan. Es sórdida:
— Cuando sea mayor quiero ser como tú.
Antes de salir, pregunta:
— ¿Y la mula?
— Murió esta tarde. La mataron a estacazos los padres de uno de los chicos muertos.
Quiere hacerlo, escribir, sentirse pura transmisión. Antes de regresar a la mesa para ponerse a ello, compra una botella de agua y un paquete de caramelos en las máquinas expendedoras.
Se asoma al ventanal. Un helicópero policial negro sobrevuela el barrio. Los semáforos están abiertos. Algunos perros ladran mientras la noche cae como una piedra. Se siente muy cerca de los astrónomos cuando mira por las ventanas. Ellos saben que lo real es lo invisible y que, por ejemplo, los virus vienen del espacio. Transportada en cometas, la gripe cae del cielo, camuflada a bordo de minúsculas gotas vaporosas y en extremo livianas.
Uno de los grandes momentos de la vida de Adolfo fue observar la radiación electromagnética que llueve sobre el mundo. El astrofísico al que debía entrevistar le permitió mirar a través del telescopio infrarrojo, capaz de atravesar la luz visible y dejarte solo entre las nubes de gas y el polvo interestelar.
— Aquello es una enana marrón , un cuerpo intermedio entre una estrella y un planeta, una estrella fría.
Desde entonces, Adolfo entiende, y eso resulta un consuelo, que el noventa y cinco por ciento de la masa total del universo es materia oscura. Nadie sabe de qué está compuesta.
Bebe agua y piensa que tal vez la enfermedad viaje desde los mares de fuego del Escudo de Sobieski o las llanuras de Carena. Un escalofrío le atraviesa la espalda. La grabadora espera. Todo por hacer.
— Hay demasiada luz en este lugar —dice.
Se siente caliente. Intenta abrir la ventana pero no lo consigue. Se estira, elevando los brazos, como queriendo sostener algo en las manos. Cuando era niño practicaba un juego al caminar de un lugar a otro: completar el recorrido en el menor tiempo posible para no perder segundos.
Habla otra vez. Tiene la sensación de no ser capaz de cortar una conversación. Todo comienza a ser invisible y el cielo, por un momento, le parece de otro mundo. Piensa:
— ¡Qué vacío está todo!
Adolfo saca del estuche plástico recién comprado una pastilla triangular, con sabor a fresa. En ese momento, algo germina con capacidad mortal en la dignidad de sus entrañas y el dedo herido por la uña del pie comienza a latir.