Tiene nombre de dibujo animado y edad para que le guste. Es Olivia Bee, 18 años, neoyorquina de Brooklyn («y a veces de Portland», advierte, lo cual parece muy adecuado porque la capital de Oergón es el nuevo bastión de lo cool), la última estrella de la fotografía comercial de los EE UU. Pueden ver su carita lavada en la pimera foto de arriba a la izquierda.
A veces he considerado que la adolescencia es una condición que conlleva todo lo necesario para hacer buenas fotos. El delicioso desorden en el que habitan los teen, el tribalismo que profesan con embriaguez, la ufana seguridad que padecen y esgrimen como frontera para ejercer el ninguneo sobre el rest0 del mundo, la propensión tóxica a utilizar un sólo pronombre personal en las conversaciones (yo, por supuesto, ¿hay otro?), el salvoconducto social para que hagan el mono y tengas que reir la gracia, el poderío económico de la dictadura de lo joven es hermoso, la falta de cultura que les envalentona pero la entienden como actitud…
En suma, la deificación de las gonadotropinas y la espermogénesis en el altar de la trivialidad occidental, contribuyen a que puedas ser fotógrafo si eres adolescente: tú lo vales y el pasado no existe.
En su declaración de principios Olivia Bee comenta: «La vida es bella, perfecta y cinemática si te fijas en los momentos adecuados». En veinte años hablamos, Olivia.
La muchacha, que acaba de dejar el instituto y cuya agenda es gestionada por una agencia de postín, es autosuficiente económicamente gracias a las fotos que hace y le compran. Se pelean por sus servicios y en los últimos meses ha firmado encargos para The New York Times, Zeit y Vice —lo de esta última revista no es demasiado meritorio: si tienes menos de 20 y amigos molones que enseñen bragas (ellas) y calzoncillos (ellos) estás dentro— y trabajos publicitarios para Levi’s, Converse, Nike, Fiat y Hermès. En algunas de las sesiones la acompañó un profesor-tutor. No había cumplido 18 años y las normas impiden que los niños trabajen (excepto los que cosen por unas rupias las piezas que componen los bellos zapatos de casual wear para teens occidentales).
Olivia Bee pertenece a su tiempo: tiene un Tumblr donde rinde culto a Elvis Presley, un Soundcloud en el que versiona a Neil Young y los Strokes, una cuenta de Twitter con casi tres mil followers y un perfil de Facebook abierto con otros tantos amigos. El Flickr en el que empezó en 2007, con 13 años, a colgar fotos y mediante el cual fue contactada, a los 15, por la empresa de publicidad que le encargó el primer trabajo, supera los 13.000 contactos.
En diciembre, la fotógrafa teen dió una conferencia en Amsterdam organizada por la división femenina de TedX en la capital holandesa. Ante 300 mujeres y conveniente ataviada con un collar de pinchos, compensado con una cantidad de maquillaje que quizá supere a la que se pone su abuela, reveló el secreto del éxito: «Nada se interpone en mi camino, porque no dejo que nada se interponga en mi camino». Aplausos.
Las fotos de Olivia Bee me gustan, sobre todo las que no ejecuta desde la obligación de un contrato. Todas, por ejemplo, las que ennoblecen esta entrada me parecen dignas.
Tiene una mirada atrevida sobre sus colegas (en Lovers retrata momentos de intimidad con gracia y ternura), se atreve a experimentar y forzar los límites (Dreams) y ha tanteado con la foto-documental con valentía (Spitting Image). Además, es una declarada partidaria de la película analógica, lo cual es un valor añadido desde mi punto de vista de enamorado de la vieja química.
Pero no comparto la opinión de que Olivia Bee es una genio en ciernes. Le sobra adolescencia —es decir, correción política en este régimen totalitario donde cualquiera con espinillas es dios— y tiende a solazarse en la belleza supuesta de sus sanos, bien alimentados y cinemáticos amigos. Me gusta la gente dispuesta a tropezar, insegura de sí misma, fea, absurda, inquietante, loca, deprimida, recorriendo caminos plenos de obstáculos y tropezando con ellos. Gente con el alma vieja, muy vieja…