Mis ‘selfies’, mis pecados

27/03/2014

[Acabo de escribir sobre la epidemia de selfies. La oportunidad es buena para recordarme: yo también cometí el pecado, por escrito y con toda suerte de cámaras]

El contenido de cincuenta cajas de cartón es el cosmos del cuarto: 2,5 por 1,8. No puede recordar dónde está el librito. No puede recordar la ubicación de casi nada. Sólo sabe, dolorosamente, el lugar que ocupan sus vértebras lumbares.

El contenido de cincuenta cajas de cartón ha pasado por ahí, por las vértebras lumbares. Las cajas están ahora, plegadas, ordenadamente poéticas, pedazos de madera muerta, amontonadas en el pasillo. Lo demás, la pesada carne que les daba cuerpo, es el resultado de una vulgar multiplicación: cuatro metros cuadrados y medio. Dos con cinco por uno con ocho.

Ha colocado tres puntos de luz. A sus espaldas, en el falso techo de escayola, en la intersección de ambas diagonales del cuartucho, la lámpara blanca de latón, ahora apagada, suele dibujar un cono amarillento. Más atrás (aunque no demasiado: nos movemos en distancias dignas de miniaturista), sobre una de las innumerables baldas de pino sin barnizar, dispuso un foco de aluminio. Finalmente, frente a él, sobre la mesa barata de caballetes y tablero de melamina negra, situó una lamparita de cristal, una bola blanca y rugosa. De los tres faros, éste es el que más le gusta. Le recuerda el pecho de una mujer. También está apagada.

Las paredes son amarillentas, uno de esos colores indefinidos que tanto recomiendan las revistas de decoración. La indefinición, piensa, no sólo atañe a los colores: es signo de los tiempos.

La puerta de pino, que conduce a la cocina amplísima, con olor a nuevo, a cera de madera, a cola de contacto, tiene seis cristales simples, sin bisel. El suelo es de madera rojiza, más oscura de lo que hubiese querido. Menos mal que las guarniciones de la ventana, de dos hojas correderas, son febrilmente blancas. Un fogonazo contra la escasez.

Frente a los ojos, el paisaje, si es que puede aplicarse el término contradictorio -nunca hay paisaje sin horizonte-, de un patiecito mancomunado, techado parcialmente con una lámina plástica semitransparente. Tres bicicletas; varias baldas aún sin colgar (siempre quedan baldas sin colgar, siempre hay rincones para ahorcar el pasado y dos cuerdas con la colada de un día: un par de vaqueros; ropa interior de ambos sexos; una camiseta infantil de los Dallas Cowboys, sea eso lo que sea; un jersey coléricamente anaranjado con un gato, también colérico, haciendo skateboard; unos pantalones de atletismo azules, con la caída danzarina de las prendas de lycra… El tendal es el cuadro que no puede clavar, por falta de centímetros, en las paredes del cuartucho.

En la única esquina libre, al lado de la puerta, la butaca es un islote contra el naufragio, la costa salvadora. Ha ocultado la tapicería levemente charra con una manta de lino tejida en Bhutan y comprada en Katmandú. También es charra (verde, malva, roja, blanca) pero nada tejido bajo la tutela del Himalaya puede ser perjudicial.

La mesa se ha convertido en un altar dedicado a los dioses vulgares de la alta tecnología: computadora, monitor, escáner, impresora, altavoces, teléfono inalámbrico (la antena de plata buscando aire le provoca una inexplicable ternura)… Apenas mancillan el sagrario, pecados tornasolados contra el dogma gris de la informática, un cenicero de cerámica, profundamente azul; un cuaderno de anillas con una reproducción de Roy Litchestein en las tapas y un cubilete metálico con una chica de calendario vestida con un corpiño de piel de leopardo y tacones de aguja en los piececillos. El cubilete, el cuerpo turbador de la venus de lata, está oxidado. Ni siquiera las mejores piernas obtienen el indulto del tiempo.

Con la excepción de la superficie de la mesa, operativa como todo templo, el resto de la estancia es un revoltillo bastante farragoso. Los objetos aún permanecen desperdigados, componiendo una especie de instalación artística, nada exquisita, demasiado radical: cuatro o cinco cajas de cartón, las lumbares han perdido la capacidad de contar, están apiladas en una esquina, casi bajo la mesa; la guitarra acústica se refugia en otro rincón, entre dos muebles, por supuesto estantes-contenedores; las figuritas de plomo (Papá Hemingway con las rodillas al aire y la caña de pescar armada, el Che con las manos en las cartucheras, un pirata tuerto sobre un tonel de ron) conviven en excesiva intimidad con floreros, budas, el radiocasete extraible del coche, un cortauñas, la cajetilla de repuesto de Camel, un Tintín de plástico, el estuche japonés de caligrafía, la lata de Frutas Cristalizadas Francisco Moreno-Calahorra con las varillas de sándalo, los álbumes de diapositivas… Deberían comercializar una droga de síntesis contra los recuerdos.

A pesar de la exuberancia de esos pequeños objetos, seguramente descabellada, opuesta a cualquier manual de ambientación, lo primero que asombra al visitante es la cantidad inmoderada de discos. Las tres cuartas partes de una pared, la enfrentada a la puerta, está ocupada por una estantería de obra, un panal perfecto tabicado en huecos de 35 por 35 centímetros: es el receptáculo de los vinilos, los casi tres mil elepés, todavía no clasificados, situados al albur, en el orden loco establecido por los escupitajos de las cajas de la mudanza. Los ojos no perciben más que los bloques de constreñidas aristas, pero los cofres de coleccionista destacan por su grosor: Bob Dylan. Biograph; Phil Spector: Back to Mono… Los malditos herederos del vinilo, los compactos, tan apilables, se extienden en montones sobre la mesa y en un expositor giratorio colocado en el suelo, también ellos lanzando señales según el espesor: The Beach Boys. The Pet Sounds Sessions. The Beach Boys. Good Vibrations… Algunas canciones, le gusta pensarlo, son más valiosas que un salvocunducto en zona de guerra.

Mientras enciende otro Camel, perfumando la topera con tabaco dulce de Virginia, escucha, por ejemplo, a Lyle Lovett, ese tipo flaco como un cable eléctrico que alguna vez estuvo casado con Julia Roberts:

Algunos dicen que no hay osos en Arkansas
Algunos no han visto un oso en su vida
Algunos aseguran que los osos comen bebés en crudo
Algunos tienen un oso en el recibidor

Algunos dicen que los osos huelen fatal
Algunos dicen que huelen a miel
Algunos dicen: “Este oso es el mejor que he tenido”
Algunos tienen un oso bajo los pies

Algunos se llevan a los osos fuera de los bosques
Algunos sostienen que debes pagar una tasa por ver un oso
Yo simplemente busco refugio en mi osera
Y algunos no perciben el oso que hay en mí

Debes conocer a un oso e invitarlo a comer
Aunque a tus amigos les parezca mal
Recuerda que hay siempre un oso contigo
Que ninguno de ellos es mejor que un oso

No puede recordar dónde está el librito que busca. No puede recordar casi nada.

Dicen que te juegas la vida si despiertas a un oso del sueño de la invernía.

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2 Responses to Mis ‘selfies’, mis pecados

  1. Gaby on 28/03/2014 at 00:09

    Buenoo…! Que fotones voltaicos!! Twing Peaks te queda pequeño a ti. !!
    La musa inspiradora mora en los poros de tu nariz… Sin dudas entre tu alma y tus tus ojos. From 7:00 to 11:00 je!!

  2. gaby on 08/07/2014 at 04:23

    Qué buenos son tus auto retratos !

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