Larry tiene 30 años y escucha voces dentro de su cabeza. Le convencen de que la policía va a por él o le aseguran que una chica caerá rendida de amor. Larry sueña que su padre se muere y renace convertido en mujer. Larry escucha con la misma veneración a Elvis Presley, Nirvana y Britney Spears. La familia de Larry se cansó de los muchos Larry que habitan a Larry.
Joe, de 59, lleva en la clínica desde hace 30 años. Le gusta la electrónica y es capaz de reparar una televisión. Recoge colillas del suelo y, sin encenderlas, les da unas caladas. Su padre era limpiacristales y su madre trabajaba como chacha «en las casas grandes de las colinas». Cuando murieron no supo qué hacer porque nadie podía cuidarlo. En la clínica ayuda repartiendo la medicación entre los residentes. Cientos de píldoras de colores hacen clic clac en el carrito de transporte.
Gary, 32. Estudios universitarios en teología. Se alistó y lo mandaron a Afganistán a desactivar explosivos. Para demostrarlo muestra un bulto en la cabeza: una bala de 50 mm. A veces la siente palpitar como un insecto metálico. No se lleva con su madre. Su padre es pediatra y no tiene tiempo para nada. Gary estuvo casado con Abigail y tuvieron una niña que ahora tiene siete años. Gary ha tatuado el nombre de Abigail en ambos brazos. Gary quiere tocar la guitarra en un grupo de death metal. Abigail está muerta.
Rose dice que no está segura de la edad que tiene pero calcula que ha pasado una docena de años en la clínica. Antes de estar aquí tuvo tres hijos, se metió en asuntos de drogas y la encerraron en una cárcel. Quiere casarse, tener un apartamento propio, volver al gimnasio y ganar un torneo de body building. Sus hijos nunca la han visitado. A veces se deprime. Se viste con un quimono para la foto.
El autor de los retratos de Larry, Joe, Gary y Rose es el fotógrafo Mike Spitz. Nació y reside en los EE UU, país donde también viven, dicen los datos oficiales, 57,7 millones de personas como Larry, Joe, Gary y Rose. Uno de cada cuatro habitantes adultos del país padece una enfermedad mental. El porcentaje es similar en el resto del mundo: la cuarta parte de la humanidad sufre, casi siempre en silencio y con valentía, una enfermedad mental.
De cada seis, uno padece lo que los médicos llaman «enfermedad mental grave» (el glosario es conocido: esquizofrenia, trastorno bipolar, paranoia, depresión profunda, pánico, estrés postraumático, anorexia, bulimia…). Es decir, en EE UU hay casi seis millones de locos de atar. Me permito la incorrección semántica porque me siento parte del colectivo y porque somos muchos quienes necesitamos de la pax química para estar aquí.
En una de las estancias de la Harbor View House donde Spitz hizo los retratos hay un cartel con una leyenda que pretende ser consoladora: «Medicated for your Protection» («medicados para su protección»). A nadie se le ha ocurrido colocar un segundo cartel qué precise el alcance del posesivo «su»: ¿Medicados para su propia protección o medicados para que nos protejamos los demás gracias a la medicación que ingieren los locos?.
La clínica de atención a enfermos mentales ubicada desde 1968 en el edificio al que entró Spitz con sus cámaras analógicas, una flamante construcción de estilo hispano-californiano que fue gimnasio y cuartel militar durante la II Guerra Mundial —hay quien jura que en las noches silenciosas se puede discernir el eco que dejaron en los salones los chistes necios que Bob Hope y Lucille Ball regalaban patrioticamente a los soldados antes de que embarcasen para morir reventados por la metralla nazi en Normandía sin haber tenido la mínima oportunidad de probar la sidra y el Camembert—, está en San Pedro, no muy lejos de Los Ángeles. A Bob Hope nunca le gustó demasiado separse de sus despachos favoritos de alcohol.
El fotógrafo Spitz tenía una cuenta pendiente con los habitantes de la Harbor White House (que, por cierto, no es blanca sino rosa pálido, como un chicle masticado demasiadas veces). Había trabajado como voluntario en la clínica benéfica y deseaba regresar para hacer un inventario fotográfico de los residentes, concederles la identidad a la que tienen derecho, dejarles hablar para anotar los pormenores que deseen compartir…
«No quería hacer fotoperiodismo o una declaración social sobre las condiciones de vida de los internos. Buscaba que me permitieran entrar en su extrañamiento, soledad y personalidades únicas», dice en el prólogo del fotoensayo que ha autoeditado, Medicated for your Protection: Portraits of Mental Illness .
Spitz tiene el detallazo de permitir bajar gratis una versión en PDF del libro, de manera que no hay excusa para dejar de invitar a Larry, Joe, Gary y Rose a entrar en nuestra casa.