No tengo razón alguna para afirmar que Michael Ackerman (nacido en Tel Aviv-Israel en 1967 y residente en Berlín) pueda padecer alguna de las cien enfermedades que pueblan los archivadores bajo la pésima nomenclatura de mentales, cuando deberían ser consideradas trastornos y, si no hay desarreglo biológico por medio, heridas del alma o del espíritu.
He visto a Ackerman entrevistado en algún vídeo y parece una persona bastante estándar y no demasiado desequilibrada: un poco pijín, un poco arty (¡ese jersey!), premeditadamente vago en sus explicaciones, dejando los suficientes espacios vacíos en el discurso como para que sus fotos parezcan un poco más hondas…
Repito: no tengo motivos para afirmar que Ackerman sufra (o sobrelleve, como hacemos tantos) un trastorno mental.
Pero tengo sus fotos.
Solamente alguien con el pecho ocupado por el hocico de jabalí del miedo puede retratar la convulsión oscura como Ackerman: sin artificio, desaprensivamente, sin caer en el trampantojo de la fabricación digital de pesadillas y ambientes noir…
Dice Ackerman que retrata, «siempre por accidente», a las personas o lugares que evocan algo en su interior. «No sé qué. Algo fuerte pero vulnerable, desnudo, auto destructor«.
Me atrevo a sugerir que el olfato está en la herida, en la palpitación negra que mutuamente se atrae, porque lo vulnerable está ante y detrás de la cámara
Los tres foto-ensayos de Ackerman, todos en un torturado blanco y negro de grano roto, versan sobre el mismo asunto: el burdo y enorme error metafísico de la vida.
End Time City (1999), un viaje a la esencia final de la India en general y de Benarés en particular: la necesidad de que exista carne quemada para que sobrevenga la transformación; Fiction (2001), una profundización en el asco y la soledad, y Half-Life (2010), el único editado en España, la constatación de que la maldición es estar…
«La fotografía me muestra algo que no veo en condiciones normales», asegura el autor de estas radiografías morales. Hay cierto cinismo en la frase. Ackerman sabe que ver, en tanto función mecánica, no es el verbo aplicable. Acaso sea más correcto ‘sentir’ o, aún mejor, ‘padecer’.
Ackerman es un intocable. Está representado por la prestigiosa agencia VU, ha sido premiado con el con el Infinity Award for Young Photographer del International Center of Photography en 1998 y con el Nadar Award en 1999…
Debemos alegrarnos. Un mundo que celebra a un artista que camina por el filo es un poco menos absurdo, un poco más generoso.
No sé el precio íntimo que debe pagar Ackerman por tantear en el terreno peligroso de la angustia, la alienación y el extrañamiento. Imagino que debe ser alto: nadie regresa sin daños de un viaje tan radical a las tinieblas, que, por definición, hurtan la vida como vampiros hambrientos de luz.
Creo recordar una frase equívoca de Victor Hugo sobre la luz y la culpa: «No es culpable quien comete el pecado, sino quien provoca la oscuridad».
Estoy seguro de que Ackerman reconoce la falsedad del enunciado, porque ¿cómo puede provocar la oscuridad quien no ha experimentado nunca la luz? Esa pergunta, me atrevo a imaginar, es la que está anotada, con letras de ceniza, en el anverso de cada una de sus fotos.