Fuera de mí, fuera de mis ojos, la fanática idea de que conseguiré, alguna vez, trenzar una buena historia.
Un relato, por ejemplo, poblado por la serpiente que estuve a punto de pisar cuando tenía diez años..
Definir que poema escribió su cuerpo en la maleza ha sido una constante en mis pesadillas, una vana búsqueda de traducción.
Yo era un niño y el lugar se llamaba Ávila, la variante costera de los Andes venezolanos. Ahora es un parque nacional.
Bosques húmedos que salvaguardan Caracas de las tormentas tropicales y evitan los pantallazos de calor insufrible de la costa del Caribe.
Al Ávila subíamos casi todos los sábados en el teleférico, caminábamos hasta Los Venados, una reserva con caños de agua helada y abundante vegetación, y bajábamos a pie por las laderas tras unas horas siendo niños de la selva.
Aún retengo el sabor de la limonada que preparaba mamá para llenarme la cantimplora de aliento, la tibieza de los muslos de pollo asado, el crujido de la manzana roja…
A medida que nos acercábamos a la ciudad en el descenso, la selva húmeda desaparecía, dejábamos atrás los cotorreos de los loros y el cisco de los monos y entrábamos en una zona casi pelada, de tierra polvorienta, sembrada aquí y allá por zonas de rastrojales.
Estábamos avisados: aquello era el Hogar de la Serpiente y nosotros no teníamos ninguna mangosta Rikki-tikki-tavi que nos defendiese.
En el colegio nos enseñaban cómo distinguir a las serpientes venenosas, letales con un solo golpe, vertiginosas, latentes pese a la apariencia de maquinaria en desuso que adoptaban bajo el sol de fuego. El anuncio de la muerte era éste: cabeza triangular, escamas cefálicas pequeñas y fosetas loreales presentes.
Todos articulábamos los nombres con la admiración del terror, como un inventario de profetas o bestias sagradas.
El vademécum de la muerte sonaba así: tigra mariposa, mapanare, cascabel negra, matacaballo, viejita, rabofrito, saltona, espalda negra, viuda, coral montañera, cuaima, concha‘e piña, tigra cazadora…
Aquel sábado, yo estaba muy cansado y trampeaba la bajada por el cerro ensoñándome con el hambre que saciaría al llegar a casa (quizá arepas con queso, quizá una lasaña). Me había quedado rezagado unos metros y escuché que en el grupo, un poco más abajo, cantaban una de esas canciones de caminata que, al regreso, suenan especialmente melancólicas.
Ella me esperaba al sol casi crepuscular de la tarde, enroscada sobre sí misma a unos centímetros de la senda. Cuando miré, la bicha ya estaba saltando hacia mí: yo también salté, en sentido contrario.
El siseode una serpiente en vuelo es el sonido de lo hondo, de la tiniebla, de la frondosidad de colmillos a la que una vez también nosotros pertenecimos.
Vi como brincaba a unos centímetros de mis piernas y desaparecía por el otro lado del camino.
El tiempo es otro cuando una serpiente te ataca: el segundo es hora, el minuto es último.
Identifiqué (era un buen alumno de Naturales) a la mapanare (bothrops atrox, en latín).
No conté nada. No hay nada que contar cuando vives.
Me ha encantado. Tu pasado caribeño es fértil y oscuro, me encanta cuando vas pasando la linterna a ver qué encuentras. Hay algo difícil de definir que se va impregnando cuando le pones voz.
Muchas veces queremos darle una forma a algo vivido, que deje la consistencia insuficiente del simple recuerdo, la simple imagen, para convertirse casi en un objeto, algo palpable, concreto, definido y en cierta forma también extraño a nosotros, con la cualidad de volver a sorprendernos.
Hay una frase del ‘El embrujo de Shanghai’, de Marsé, que me gusta especialmente, y que viene a decir que uno vuelve o crece hacia el pasado en busca del primer deslumbramiento.
Una de las muchas grandes lecciones que he recibido de mis hijos me llegó de L., el más chico. Cuando tenía unos 6 ó 7 años me dijo: «Quiero crecer pequeño».